La obra total
El músico defendió el arte completo como desafío esencial del futuro
En su ensayo de 1851 Ópera y drama, Richard Wagner expuso con notable nitidez sus divergencias con la tradición italiana, así como los fundamentos de su propio proyecto artístico, que culminaría dos décadas después con El Ocaso de los Dioses, última jornada de la tetralogía El Anillo del Nibelungo. En el escrito de Wagner subyace uno de los motivos más contradictorios y fecundos de la tradición cultural europea: el hipotético resurgimiento de la tragedia griega en el mundo moderno. De hecho, desde el Renacimiento, esta es una aspiración central tanto en la literatura como en la música, y explica en buena parte el nacimiento de la ópera de la mano de Claudio Monteverdi. No es arbitraria la elección por éste del tema de Orfeo, el héroe que es, simultáneamente, en la mitología griega, el primer poeta y el músico primigenio, y al que los humanistas renacentistas señalan como símbolo de un lenguaje artístico integral.
Esta aspiración a la obra de arte total, que en la Antigüedad habría sido encarnada en la tragedia ática, atraviesa los siglos modernos y es acogida con entusiasmo por el Romanticismo. Antes de Wagner la más fenomenal tentativa de reconstrucción de esa visión totalizadora que se atribuía a la escena griega, vino del lado de la literatura, con el Fausto de Goethe, obra a la que su autor otorgaba una dimensión no sólo poética sino también operística. Y, en efecto, si bien la primera parte puede ser entendida como teatro más o menos tradicional, la segunda parte de Fausto es un desmesurado —y con frecuencia genial— intento de aprehender la existencia en el interior de una arquitectura operística en la que la poesía contenía tácitamente la música. Goethe, que terminó el Fausto antes de morir a los 81 años, estaba convencido de haber conseguido una cierta reencarnación de la tragedia griega en la época moderna y, por consiguiente, la obra total.
Admirador incondicional de Goethe, a cuyos textos puso música en diversas ocasiones, Richard Wagner defiende, en Ópera y drama y en otros escritos, que la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) es el desafío artístico esencial del futuro. La unificación de los lenguajes artísticos procurará un nuevo arte que, a su vez, abrirá el camino de una nueva humanidad. Como si se tratara de un regreso de Orfeo, el poeta y el músico deben ir otra vez juntos. O mejor: ser uno. Ahí radica su violenta discrepancia con respecto a la ópera italiana de su tiempo, a la que acusa de desarrollar una alianza superficial y falsa de las artes, en clara traición a los postulados iniciales de Monteverdi. Frente a la artificiosidad de la ópera italiana, al drama musical propuesto por Wagner se atribuye la recuperación del escenario griego. Por la época en que empieza a escribir el prólogo de la Tetralogía, El oro del Rin, hacia 1853, Wagner se ve a sí mismo como a un nuevo Esquilo.
Frente a la artificiosidad de la ópera italiana, al drama musical propuesto por Wagner se atribuye la recuperación del escenario griego
Es verdad que aún lo verá así, aunque más rotundamente, veinte años más tarde, su fascinado amigo, el joven Friedrich Nietzsche, quien, para escándalo de muchos, en El Nacimiento de la Tragedia proclamará a Wagner como Mesías del arte del futuro. En este libro Nietzsche lleva hasta sus últimas consecuencias, y con una brillante y heterodoxa argumentación filosófica, los postulados del compositor alemán en Ópera y drama: tras Bach y Beethoven, los anunciadores del profeta, Wagner redimiría la cultura europea mediante la obra de arte total. Cierto que, transcurridos los años, Nietzsche se lamentaría amargamente de su entusiasmo por el falso Mesías y lo calificaría de Anti-Esquilo. Pero por entonces ya el wagnerianismo había construido su teatro de Dionisos en la bávara Bayreuth y el drama musical se había convertido en el gran acontecimiento artístico de Europa.
En realidad Wagner, con las teorías acerca de su propia obra, había proporcionado toda la argumentación para partidarios y detractores. Para el compositor la anhelada unión entre poesía y música, que supondría el acceso a la obra total, únicamente podía producirse en el territorio del mito. En su opinión, la decadencia artística de Europa se había producido por el empobrecimiento de su savia mítica. En consecuencia Wagner se propuso la tarea de recuperar el mito desde el que podría cantar, con nueva vitalidad, el renacido Orfeo. El compositor se convirtió a sí mismo en un poeta que, a través de un impulso colosal, trató de reedificar un monumento mítico a partir de restos legendarios germánicos y escandinavos. Desde este ángulo El Anillo de Nibelungo puede ser considerado la realización del sueño órfico de Richard Wagner.
Sus seguidores aceptaron, desde el inicio, con fervor que el músico alemán había creado un nuevo arte a partir de un maravilloso reflotamiento del mito. En consonancia con tal fervor la religión estética del wagnerianismo se extendió por toda Europa y no tardó en derivar hacia las funestas desviaciones que sabemos. Los críticos con Wagner, empezando por el desengañado Nietzsche, alegaron que su reconstrucción del mito no fue más que una impostura al servicio de una concepción decadente. Pero, a pesar de sus acusaciones, ni siquiera estos últimos pudieron negar el poder de la música de Wagner para penetrar en la imaginación de los oyentes.
No creo que nadie esté en condiciones de afirmar si Wagner, como antes Goethe, alcanzó a crear un obra de arte total. Tampoco pienso que esto importe. La virtud de los proyectos casi irrealizables, cuando están en manos de grandes artistas, como Goethe o Wagner, es que siempre liberan energías creativas que escapan a su propia imposibilidad.
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