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“Hay que estar agradecido por poder vivir otro día más”

La cantante de jazz Madeleine Peyroux lanza su nuevo disco 'The blue room'

La cantante Madeleine Peyroux.
La cantante Madeleine Peyroux.BERNARDO PÉREZ

Para tomarse las fotografías que acompañan su nuevo disco, The blue room, Madeleine Peyroux (Athens, EE UU, 1973) escogió un bar perdido de la mano de dios, en el Valle de San Fernando (Los Ángeles). Uno de esos lugares destartalados construidos en los años 50 a pie de carretera, señalados por un renqueante cartel de neón y cuyo interior jamás ha visto la luz del sol. “Una caverna secreta para gente que busca huir”, en palabras de la cantante. Allí, mientras posaba entre infinitos espejos y asientos de plástico azul, se topó con un viejo que se había hecho fuerte en la barra. “Eran las diez de la mañana. El tipo me dijo que su esposa había muerto hacía un mes y me pidió disculpas por estar bebiendo a esas horas. Yo le dije: ‘No hay problema’. Y me contó su vida. Había vivido los disturbios raciales de su ciudad natal, Selma, Alabama, a mediados de los sesenta; se había alistado en el ejército; había luchado en Vietnam bajo el mando de un sargento negro que odiaba a los blancos… Su vida había sido una sucesión de trabajos temporales, siempre en movimiento. Y le pregunté: ‘¿Y cómo ha acabado usted en California?’. A lo que respondió: ‘Porque no había un lugar más lejos al que ir’. Si daba un paso más allá en su búsqueda del sueño americano, solo le quedaba hundirse en el océano”.

La anécdota, relatada con su voz aguardentosa, ilustra el particular magnetismo que siente esta artista hacia los perdedores. Mucha gente le pregunta que si ella misma es tan triste como aparenta en su cancionero, poblado por revisiones de clásicos del jazz, el blues y géneros afines y teñido por su timbre heredero de Billie Holiday y Patsy Cline. Y deja escapar una risa con una cadencia triste, como intentando disipar la imagen que proyecta. “Me atrae la tragedia en el sentido clásico: la catarsis que supone escuchar una historia con un final triste. Ver a un héroe caer, por culpa de errores propios o ajenos y aun así permanecer en pie. El no poder evitar pensar que esa persona podrías ser tú. Que puedes sobrevivir, que todos arrastramos una naturaleza trágica y que hay que estar agradecido por poder vivir otro día más”. Su discurso está lleno de titubeos y silencios. Lo acompaña de un ligero y elegante mariposeo de manos que parece querer dibujar lo que sus ojos y sus labios no alcanzan a decir. Proyecta una sabiduría prematura y un haber paseado por el lado oscuro antes de tiempo.

Es la estrella más esquiva que dio aquella oleada de vocalistas de jazz femeninas que sostuvieron un callado pulso por dominar la industria en el cambio de siglo. Su carrera pudo no haber sido. Sus padres eran profesores. Él, de teatro clásico. Ella, de literatura francesa. A él, sus ideas radicales le valieron el despido de la universidad de Athens (Georgia). Y se llevó a la familia a Brooklyn, buscando ser actor. Fracasó. Y su madre tuvo que buscar un trabajo en un banco para alimentar a la familia. “Su relación fue degenerando: hubo alcoholismo, violencia, drogas y estupidez”. Ella los define como “educadores excéntricos”. “Cuando llegaba a casa del cole y decía lo que me habían enseñado, la respuesta solía ser: ‘Vaya mierda. Toma, lee esto’. Y me soltaban los diálogos de Platón. Con 10 años no entendía nada, pero luego, a los 18, los retomé. Y seguí por Aristóteles, Nietzsche, Kierkegaard… Entré en un periodo de autoeducación”. De igual manera, se formó como músico en su adolescencia, en las calles de París, adonde se trasladó con su madre después del divorcio.

Mis padres fueron unos excéntricos. En su relación hubo violencia y drogas”

A los 23 años, tras sacar su primer disco, se dio a la fuga. “La grabación no fue más que un experimento, un paso más en mi búsqueda vital”. No reaparecería hasta ocho años después. En ese tiempo, relata, perdió la voz “porque no la tenía entrenada”, pensó en volver a estudiar (lo dejó en el instituto), se compró una camioneta “con lo poco que había ahorrado” y emprendió un peregrinaje de camarera por Atlanta, Nashville, Nueva York… “El final de esa historia es que un día llegué a trabajar a un bar donde tenían una banda fija y me di cuenta de que ganaba un poco más de pasta cantando que sirviendo mesas”. Su leyenda dice que tiende a desaparecer entre discos. Hasta el punto de que, en 2005, su discográfica contrató a un detective privado para localizarla.

Hoy no parece querer huir a ninguna parte. Tan solo que la dejen asomarse al balcón a echarse un pitillo entre entrevista y entrevista. De alguna manera, siente que su compromiso con la música debe ir más allá, encontrar un reflejo social. Por eso, además de grabar sus habituales versiones (de Leonard Cohen, Randy Newman o Warren Zevon) se dejó convencer por su productor y cómplice, Larry Klein (exmarido de Joni Mitchell) para convertir The blue room, su séptimo álbum, en un homenaje al disco de Ray Charles Modern sounds in country and western Music (1962). “La época en que se publicó es fascinante de la historia americana. Se juntaron el asesinato de [el activista por los derechos de los afroamericanos] Medgar Evers, la protesta pacífica de Martin Luther King Jr. contra la segregación, el asesinato de JFK… Y Ray Charles, tras dar forma al soul –que es música secular con el espíritu del góspel-, congregó gracias a este disco a ambas audiencias, la blanca y la negra. Dio paso a una nueva manera de entender la cultura americana”.

Volví a cantar cuando vi que podía ganar más que sirviendo mesas”

Cincuenta años después, el espíritu de aquel disco busca su reflejo en el presente. Al menos así lo defiende su autora. “Mientras finalizaba el artwork de este disco escuchaba el discurso de investidura de Obama, donde integraba elementos poco habituales en otros mandatarios, como el matrimonio gay, los derechos de las mujeres y la igualdad racial. En el contexto mundial que vivimos, con una profunda crisis y crecientes desigualdades sociales, deberíamos apelar más a la unificación. Y la música es uno de los lenguajes unificadores más fuertes que nos quedan”.

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