La moda del super-uso
En los años setenta, un tipo alto, facundo y excura nos cambió la forma de pensar. Publicó buena parte de sus libros con la editorial Barral y hablaba unos 15 idiomas, casi todos a la vez. Su nombre era Ivan Illich, como el turbulento personaje de León Tosltoi. Todo era en Ivan Illich tan asombroso como los tomates que enseñaba en los calcetines cuando se sacaba los zapatos. Pocos le seguían, pero los seguidores fuimos muy devotos.
Ivan Illich era la monda. Quitaba la corteza a lo convencional y dejaba al desnudo lo más obvio. Por ejemplo, calculó que un americano medio invertía 10 años de su vida en atender su coche porque entre multas, reparaciones, seguros, atascos o accidentes se le iba una decena de años de trabajo. Todos improductivos. ¿Por qué no usar pues el transporte público que procura más vida? En México, donde había fundado el CIDOC (Centro Intercultural de Documentación de Cuernavaca), constató que muchos padres compraban a los maestros el certificado de enseñanza de sus hijos porque así los chicos tenían tiempo para aprender realmente en los talleres de la ciudad.
Energía y equidad (1973), La sociedad desescolarizada (1978) o Némesis médica. La expropiación de la salud (1975) denunciaban los exagerados efectos secundarios de la tecnología, la escuela o el hospital, donde la yatrogenia convertía a enfermos leves en graves y a pacientes graves en muertos. Su pensamiento, en fin, era una verbena contra la represión institucional y un escándalo omnisciente que acabó acarreándole la excomunión y la marginalidad. Con todo, Illich dejó en pie su legado a través de la arquitectura, en decenas de casas construidas con el material de desecho de barrios ricos.
Y aquella locura inauguró una tendencia en boga. Nada menos que en Malibú, con multimillonarios por casi todas partes, el arquitecto norteamericano David Hertz terminó en 2011 una vivienda a partir de los restos abandonados de un Boeing 717. La noticia corrió entre profesionales de todo el mundo y con ella se ha revalorizado —junto al creciente prestigio de las basuras— las casas nacidas de vertederos.
Un padre de este movimiento es Michael Reynolds, que en los años setenta encantó a los hippies con su proyecto Earthship, cuya consigna era hacer casas que, metafóricamente, absorbieran “los excrementos” y no que los produjeran. Casas autoabastecidas que navegaban, nacían y morían como los seres de la naturaleza.
En el Estado de Nuevo México, y en Taos, emergieron varias comunas que en los noventa disfrutaban con esta filosofía tanto como irritaban los criterios del gobernador. Pero acabó ahí la cosa. Si lo cool es ahora, tanto en bolsos como en ropa, el “super-uso” o “segundo uso” creativo, en la arquitectura también. Contra la obsolescencia programada del alargamiento de la vida de artefactos y objetos: paneles publicitarios que pavimentan casas, contenedores industriales convertidos en baños, puertas, ventanas, ferrallas, trozos de asfalto cumpliendo labores no inscritas en su primera vida. En la segunda vida empieza el Super-uso, ahora expresado con mayúsculas porque se ha convertido tanto en una filosofía como en un programa y una demanda exquisita (propia de los bo-bos) de la comunidad. Los materiales reciclados inspiran nuevas formas y tanto la textura imprevista como sus colores descontextualizados prestan un aspecto singular.
Es un caso semejante al que se ha derivado de los bolsos Freitag, fabricados con neumáticos gastados, cinturones de automóviles y telas o plásticos usados. No hay dos iguales y de ahí su excepcionalidad, son de reciclaje y de ahí su moralidad.
Curiosamente si los Freitag reproducen el apellido de los dos hermanos suizos que diseñaron 40 modelos y ahora venden más de 150.000 unidades al año, varios estudios de arquitectura suizos como BABL o In Situ comparten la misma ambición. Construir con lo destruido, llevar la segunda mano (la segunda vida) al modelo de la resurrección. Es decir, apocalipsis puro.
Babelia
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