Eugenio Trías, la armonía interior del filósofo
Se debía a la música, en particular a la de Felix Mendelssohn
‘IN MEMORIAM’
Contó Félix de Azúa en septiembre de 2007 que, cuando todos ellos eran chicos, hubo una pelea a pedradas tras la cual Eugenio Trías vino a poner paz entre su hermano Carlos y sus contendientes, entre los cuales estaba el propio Azúa. "Carlos, saluda a estos amigos", le dijo el hermano mayor al díscolo. Carlos los miró a todos y antes de largarse de allí exclamó: “Caca, culo, pedo, pis”. “Eugenio, feliz, sonreía como si ya llevara bigote”.
En aquel septiembre de hace cinco años Azúa evocaba la despedida de Carlos, que había muerto el 20 de agosto. “Fue como si a la ciudad le hubieran amputado el mar”. Ahora, cuando ha muerto Eugenio, es como si a la vida que hemos vivido hasta ahora le hubieran amputado una importante sonrisa. A Eugenio le creció el bigote, fue distintivo de su cara inteligente y pensativa, pero le fue creciendo también la sonrisa hasta los límites en que la boca ya empieza a ser también la mirada. Te abrazaba con esa sonrisa, y te desarmaba. La sonrisa era la expresión de su armonía. La que mostraba hacia otros, la que sentía por dentro. El bigote, quizá, era una manera de mitigarla, de no exponerse tanto.
Vi a Eugenio Trías poco después de ser publicado ese texto de Azúa. Él estaba en Madrid, hablando de El canto de las sirenas, su enciclopedia personal de la armonía, que le había publicado Galaxia Gutenberg. En ese momento, con su cabeza calva y el bigote que tenía antes de llevarlo, nadando entre palabras de gratitud (a Azúa, a Rosa Regás, a Mario Gas…) por lo que habían dicho de Carlos cuando éste murió, conmovido por el momento especialmente delicado que vivía Cristina Fernández Cubas, la compañera de su hermano, Eugenio Trías explicó en pocas palabras qué seguía impulsándolo, en su propia convalecencia, a mantener la sonrisa.
Se debía a la música, a la armonía, y en concreto a Mendelssohn. Su amigo Mendelssohn. Tuvo un enemigo encarnizado que había pugnado por arrancarle la sonrisa y el bigote y por tanto la vida, pero había sobrevivido, ahora lo estaba contando. Aparte de la medicina y otros azares que detienen el flujo terrible que finalmente lo ahogó este último domingo, lo habían ayudado los amigos, sus hermanos, su hermano Carlos, su hijo David, la vida de los que estaban alrededor, y la música. Su madre, tan longeva… Entonces la música era un altar, que hacía esquina lujosa con el cine en la ciudad que él se construyó para seguir sonriendo y riendo. “La música es un gesto, un estilo…” En la convalecencia, “dolorosísima”, había descubierto que Mendelssohn “transmite gozo”. Para los momentos confesionales se reservaba a Beethoven… Siempre viviría “con las últimas sonatas de Beethoven, con el Quinteto en sol menor de Mozart… Con eso podría alcanzarse la felicidad en una isla desierta”.
Entonces tenía 65 años. En los cinco años que había durado la enfermedad que ahora le había dado una tregua sentía rabia: “Tenía esbozados ensayos sobre Verdi, sobre músicos del Renacimiento, ¡y se iban a quedar sin acabar!” Ahí, al fondo de esas palabras, renacían el bigote y la sonrisa, como si fueran un parapeto contra la evidencia de la desgracia. O como si aún quisiera salvar la felicidad que el tiempo se empeñaba en arrebatarle. Ahí estaba la sonrisa que vio Féliz de Azúa en medio de “la infancia de aquel siglo”…
La vida juguetona de las letras les permitió a Eugenio y a Carlos dejar por escrito el emblema de su hermandad (firmaron juntos como Cargenio una novela en 1970, tan temprano) y jamás perdieron pie en su historia particular de la amistad. “Eugenio, feliz, sonreía como si ya llevara bigote”. Ahora siempre leeré lo que tenga que ver con Eugenio Trías tratando de imaginarlo cuando él era un muchacho reprendiendo a Carlos y también mientras escuchaba a su amigo Felix Mendelssohn en medio de la feroz melancolía.
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