“A veces la violencia se consume con cierto gusto; eso me parece asqueroso”
Lleva desde diciembre en Madrid entregado en cuerpo y alma al montaje de 'Così fan tutte' No sale, no va al cine. Michael Haneke mantiene en secreto su trabajo: “¡Dejénse sorprender!”, pero repasa, durante más de una hora, su manera de ver el mundo y sus obsesiones
Una mañana de Todos los Santos, cuando solo tenía 10 años y su familia estaba en el cementerio, Michael Haneke escuchó algo en la radio, algo que cambiaría su vida. Aquel sonido, el Mesías de Haendel, fue una epifanía que despertó su infinita devoción por la música. Puede que incluso sus lazos con lo espiritual. A partir de ahí quiso ser pianista, compositor, pastor, crítico de cine y finalmente cineasta. No hay nada que deteste más que esto: dar pistas sobre su vida para entender su obra. Lo odia. Pero su obra es tan oscura que los destellos de su biografía son una luz irresistible para llegar a puerto. El único problema es que no existe ningún puerto.
Hoy Michael Haneke (Múnich, 1942) es uno de los intelectuales más respetados de Europa. Al otro lado del Atlántico están a punto de rendirle la pleitesía correspondiente con cinco nominaciones a los Oscar por Amor, su último desgarro cinematográfico. A la espera de esa simbólica confirmación, prepara el estreno de Così fan tutte el 23 de febrero en el Teatro Real de Madrid. Se lo perderá. Azote del confort burgués y sus culpables miserias, vuela ese día rumbo a Los Ángeles. “He preparado una pequeña carta para excusar mi ausencia aquí. Ya sabe, al público le gusta tener a alguien el día del estreno a quien abuchear o aplaudir. Al menos tendrán un papel”.
Tengo una reputación de director a quien hay que temer"
El cineasta lleva en Madrid desde diciembre preparando este proyecto. No lee periódicos, no va a museos, y no sabe quién demonios es ese Bárcenas. No permite distracciones ni intromisiones en su trabajo. Se mueve entre su apartamento, el Teatro Real y el supermercado. Durante una hora y media, en la única entrevista que concederá en España, repasa en francés su manera del ver el mundo desde la cámara, sus obsesiones intelectuales y su experiencia en la ópera. Defiende la absoluta vigencia de la Unión Europea para hacer frente a China o EE UU y critica el lamento crónico que impera en estos tiempos oscuros. “Los viejos siempre dicen que el pasado fue mejor”. Pero él está de muy buen humor. A sus 70 años, pese a la barba blanca, conserva una pose y unos andares coquetamente juveniles. Así que dejen de imaginarlo como un estricto y sesudo pastor luterano. Aunque de su nuevo proyecto, ni palabra. “Mejor no hablar de los huevos hasta que están puestos. ¡Déjese sorprender!”, dice utilizando una expresión en alemán.
Pero sorprenden otras cosas. Haneke detesta la violencia y su representación cinematográfica como forma de consumo. No le gusta el cine de Tarantino. Tampoco piensa ir a ver La noche más oscura, de Kathryn Bigelow. No le apetece observar cómo torturan a gente. En cambio, muchos evitan estos días ver Amor, precisamente, para no verse arrasados por un relato tan real y doméstico como la degradación del ser humano en la enfermedad. Y eso le cabrea. “Tengo una reputación de director a quien hay que temer. Pero hago películas realistas que hablan de cosas serias. Estamos muy acostumbrados a ver mentiras sosteniendo que todo irá bien. Yo no soy un hombre brutal. Van a ver otras películas más violentas, pero hay un contrato que le dice al espectador que no es la realidad. Por eso el cine americano tiene tanto éxito. El rato que pasen será intenso, pero luego todo estará bien o no nos afectará. Yo hago películas que conciernen al espectador. Si no me parece una pérdida de tiempo”.
Eso le parecería un pecado. Trabaja ocho horas al día con los cantantes. El montaje se lleva en absoluto secreto. Impide ver los ensayos a cualquier extraño a la obra, por muy importante que sea. Fuera de su equipo (nutrido de habituales en sus rodajes), su hombre de absoluta confianza, como ya sucedió en el Don Giovanni que estrenó en París en 2006, es Gerard Mortier. El único capaz de volver a convencerlo para aparcar un rato la cámara, pese a que ha tenido decenas de ofertas desde entonces. “Aprecia lo que hacemos y lo comprende. Es un buen socio”. Y todo va bien. Pero de momento, prefiere no usar la palabra “contento”. “El deber de un director de escena es no estarlo nunca y así poder ver los defectos”, señala. Pero concede que la cosa funciona. También el joven reparto de cantantes, con quienes debe modular el descomunal nivel de exigencia que suele imponer a sus actores (curiosamente, dice, menos permeables). Pero calma. No sería la primera vez que a diez días del estreno cambia a un cantante principal. Le va la vida. El esfuerzo que realiza en un montaje de este tipo, dice, es tan grande como en una de sus películas. Así que que, salvo inesperado cambio de planes o advenimiento de la inmortalidad, su segunda ópera será la última. “No es mi profesión. Si vivo 100 años como Manoel de Oliveira quizá cambie de opinión”, bromea.
Estamos muy acostumbrados a ver mentiras sosteniendo que todo irá bien
Sabemos, sin embargo, que su Così fan tutte, dirigido en el foso por Sylvain Cambreling, transcurre en un palacio dieciochesco durante una noche de juerga hasta el amanecer. Una fiesta ambientada en nuestros días que propicia todo el juego de engaños e intercambio de parejas que dibuja Lorenzo da Ponte en su libreto. Una historia en la que, seguro, romperá el contrato del todo irá bien. Las parejas, sumidas en la falta de compromiso y fidelidad, se asoman irremediablemente a un abismo de destrucción psicológica mutua. Todo ello, bajo el auspicio intelectual de un Don Alfonso y una Despina que aquí son un matrimonio perforado por la tensión.
Más que nunca la melancolía de Mozart en los días que compuso la partitura —su mujer mantenía una relación con un alumno— impregna toda la escena. Da Ponte cede generosamente espacio a Haneke para desarrollar su universo. “Son historias que todo el mundo puede comprender. Es un medio burgués, casi doméstico. Esa era la voluntad de Mozart, alejarse del modo estático y encontrar algo más accesible para el público. Da Ponte le comprendió muy bien”. El entuerto de Così… podría verse ahora como el reverso del compromiso radical que mantienen los personajes de Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva en Amor. “Bueno, ahí la relación es muy buscada. Pero, ¿qué es el amor? Podemos subsumir tantas cosas en esta palabra. Es demasiado grande para interpretarla. Tenía un profesor de filosofía que decía: ‘Si quieres destruir a alguien, déjale definir”.
—En cambio usted sí ha definido alguna vez su cine como la “guerra civil”.
—Sí. Es la guerra del egoísmo de uno contra el del otro. Pero la mayoría de autores dramáticos le podrían decir lo mismo. El drama se nutre de esa guerra civil, cotidiana. Yo contra mi amigo, mi jefe, mi novia… La guerra civil política también se nutre de esas pequeñas guerras.
Pese al aire cómico que la envuelve, Così fan tutte es otro conflicto civil en toda regla. Un peligroso corredor que transita entre los límites del amor y el deseo. Pero también un retrato extrapolable a nuestra época sobre la imposibilidad de ser fiel a algo o a alguien y no sucumbir a la dispersión que ofrece un mundo sobrecomunicado. A la fragmentación de las relaciones y del conocimiento de Internet. “Es verdad que hay una desconcentración. De hecho, hay una nueva palabra en alemán que quiere decir ‘pareja de un tramo de vida’ [lebensabschnittspartner]. Es una locura”, dice muerto de la risa. “En cualquier caso, no creo que esta generación esté menos dotada. Para profundizar en algo es necesaria la educación. Alguien tiene que enseñarte a ver las cosas y hoy, por ejemplo, nadie enseña a leer las imágenes de la televisión. Y es tan importante como la educación de la lectura, menos influyente hoy en día. Es una vergüenza en todos los países. No se dan cuenta de la importancia que tiene para distinguir entre la realidad y la ficción. Yo lo único que me creo de los noticiarios es la información meteorológica, porque lo puedo verificar al día siguiente. Hay mucho analfabetismo en este tema”.
¿Estamos al cien por cien seguros de que con las torturas se pueda evitar otra cosa peor?"
Curiosamente, Las bodas de Fígaro, la pata que le falta para completar la trilogía de Da Ponte con Mozart (como ya hizo Peter Sellars), es su favorita. Pero no piensa hacerla. “No osaría. No deja espacio para la interpretación. El escenario es tan perfecto que solo puedes seguir la original, y eso no me interesa. Es la única de las tres que hay que interpretar en el mismo tiempo, si la traes a nuestros días no funciona. No veo cómo entrar en ella. De hecho, ya he sobrestimado las posibilidades de Così”, bromea.
No suele gustarle casi ninguna puesta en escena. De ninguna ópera. Difícilmente le verán en el patio de butacas de un teatro o en un concierto. “Suena arrogante, pero prefiero escuchar la música en casa o comprar un buen DVD que ir a una ópera y no creerme nada. He visto también cosas formidables, pero los momentos espléndidos en la vida son raros. También en el cine o el teatro. Hice 20 años teatro, y prácticamente no voy a ver nada. Me da un poco de miedo. Los conciertos son otra cosa. Tengo muy poco tiempo y no me gusta todo el espectáculo que hay alrededor. Pero bueno, cada año voy a ver la Pasión según San Mateo”. Bach, igual que Mozart y Schubert son sus tres compositores de cabecera. Intocables los dos primeros, el tercero podría prestarse al debate. “No para un austriaco”, zanja.
La brutalidad, tan explícita como en Funny games, o latente como en La cinta blanca o Caché, impregna toda su obra. Una investigación casi documental sobre el egoísmo, el dolor, la culpa y el mal. Y al final, la imposibilidad de la gente normal de defenderse de él (como la familia de Funny games). “Claro que existe el mal. Se puede ver desde el punto de vista católico, pero también sin ideología. Todo ser humano sabe cuándo lo practica. Pero cada acto violento es fruto de una herida. Nadie por sí mismo quiere dañar a nadie. Solo los niños, cuando se pelean por cuestiones egoístas. Mire, para existir en una comunidad son necesarias reglas. Y el deber básico del ser humano consiste en reducir sus egoísmos para existir en esa comunidad. No hace falta ser muy inteligente para entenderlo. La ley es necesaria porque limita nuestro egoísmo, aunque no quiere decir que la que tenemos sirva para mantener el bien y eliminar el mal. Los abogados son maestros en alterar eso. El mal es lo que quita al otro la posibilidad de vivir como yo. Esa es la frontera, eso es el mal. ¡Voilà! Da igual en qué religión o en qué forma de Estado”.
No me gusta el cinismo respecto al espectador de tarantino. Me parece inhumano
Tampoco traga con la violencia para defender esa “comunidad”. Por eso no verá la película de Bigelow sobre la caza de Bin Laden —por cierto, tampoco ninguna de las que rivalizan con Amor en los Oscar—. “¿Estamos al cien por cien seguros de que con las torturas se pueda evitar otra cosa peor? Si existe la mínima duda, no se puede hacer. No he visto la película y no la veré porque no quiero ver cómo torturan a gente. Pero es una cuestión muy importante. Son los límites de nuestra sociedad, si perdemos eso, lo perdemos todo”.
Quizá ya preocupado por los confines de la moral, Haneke quiso ser pastor a los 14 años. No sabemos en qué momento lo descartó. También se entregó al piano como primer impulso artístico e hizo sus pinitos como compositor. Hasta que su padrastro, director de orquesta, “afortunadamente”, se lo quitó de la cabeza. La música ya jamás le ha abandonado. Ignoramos, eso sí, si por el camino dejó de creer en Dios. “No hablo de mis hábitos sexuales ni religiosos. Demasiado íntimo. Rechazo hablar de mí porque siempre he tratado de borrar unas posibles instrucciones de uso sobre mi obra. Lo mismo que con esta ópera. Si las doy, robo al espectador la posibilidad de interpretar. Rechazo por sistema preguntas que puedan servir para explicar lo que hago. Y la religión, por supuesto, serviría para eso. Hay que mirar la obra y confrontar con ella, no con el creador. Sería idiota. Cuando leo un libro o veo una película no quiero saber nada del autor. Así permanezco autárquico”.
A veces la violencia se consume con cierto gusto; eso me parece asqueroso
Sí sabemos que las tres películas favoritas de Haneke son Au hasard Balthazar y Lancelot du Lac, de su admirado Robert Bresson (de quien ha tomado esa visión espartana de la imagen y el uso estricto de la música diegética), y Saló o los 120 de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Las dos primeras las ha visto decenas de veces. La tercera solo una. Fue el primer y único relato del mal y la violencia donde no vio una burda manipulación pornográfica. Demasiado. Guarda el DVD en casa todavía sin abrir. “Es la película que más me ha impactado. Fue fundamental para hacer Funny games. Saló… es la única que ha logrado dar al espectador una impresión real de lo que es la violencia sin convertirla en un producto de consumo. Y eso es muy difícil. Yo lo he intentado hablándole directamente al espectador para que se dé cuenta de ello. A veces la violencia se consume con cierto gusto; eso me parece asqueroso. No me gustan mucho las películas de Tarantino; sabe hacer muy bien lo que hace, no hablo de su calidad. Es su cinismo respecto al espectador. Me parece inhumano”.
Después de 20 años haciendo teatro, televisión, programas de la radio y varias películas, Haneke se dio a conocer en 1997 para el gran público precisamente con Funny games. Un recital de torturas y humillaciones a las que dos sádicos adolescentes someten a una familia de clase media. El filme pretendía denunciar la banalización de la violencia, especialmente en Hollywood (donde se hizo un remake plano a plano dirigido por él que fracasó en la taquilla). Muchos se levantaron del cine. A esos les salva. Pero para muchos otros se convirtió en una película de culto con el efecto contrario. Y de paso, en una suerte de San Benito para su director. “Es el mismo problema que tuvo Kubrick con La naranja mecánica. Quedó muy impactado al ver que el público amaba esa película. Quizá esa falsa comprensión de Funny games me hizo a mí tan conocido. Hay gente un poco perversa. La película se hizo para impactar y arrebatar al espectador el placer de consumir la violencia. Pero en algunos habrá generado el efecto contrario. Al final la alternativa es no hablar de la violencia”.
Pero hoy cobra otras formas. Y en tiempos de destrucción del sueño húmedo cultural de la clase media, con más bajas que ninguna en esta guerra, Haneke no muestra interés en la sangrante herida del modo de vida burgués. Un patrón que, en realidad, él mismo alimenta indisimuladamente. El consumo cultural y los símbolos de ese advenimiento de nuevo rico se resienten. Pero por otros motivos, cree. “Internet ha destruido lentamente todas esas empresas [Virgin Megastore, FNAC…]. Para la música y el cine, los derechos de autor son algo difuso. Si se roba todo, la gente dejará de producir. Si eso tiene una influencia sobre el modo de vida de la burguesía, me interesa menos”. Cuesta creerlo.
Così fan tutte se representa del 23 de febrero al 17 de marzo en el Teatro Real de Madrid.
Babelia
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