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CAFÉ PEREC
Columna
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Esas voces agoreras

Enrique Vila-Matas

Tampoco es que las voces lúcidas de nuestro tiempo, tan pagadas de sí mismas, digan toda la verdad. Son lúcidas y a veces salen a relucir y relucen, pero no se puede ignorar que se recrean en la fatalidad, algunas porque no les ha sido dado el don de la creación y eso las lanza enfurecidas contra otras voces y de paso contra la cultura actual en su totalidad. Al final, tanta lucidez les lleva al tópico. Y así hay quienes sostienen que en arte nos hallamos en un tiempo flojo y que desde los años sesenta no hay ideas nuevas. Y otros que desde los ochenta no hay novelas ni nada. Pero algunos de estos fatalistas ya eran radicales derrotistas en los años sesenta, se dedicaban a impedir que cualquier tipo con ideas intentara hacer algo. Tremendismo y cierra España. Basta ver el tenebrismo en el que nos movemos ahora. Si uno va simplemente a Portugal, se asombra de que la vida allí sea más grata y tan diferente. Entre nuestros paisanos terribles falta la esencia cervantina de la locura y del humor.

Es cierto que entre nuestros jóvenes hay pocos que extraigan la inspiración para su vida de lo que están diciendo los poetas actuales, mientras que en los años sesenta una interesante minoría se tomaba la poesía como la guía más fiable que existía para la vida. Y puede también que sea cierto que, a finales de los ochenta, sucedió algo muy grave que provocó que las artes perdieran su papel protagonista. Pero detesto los lugares comunes de las voces agoreras que proyectan su propia catástrofe personal sobre el mundo. Prefiero entrar, por ejemplo, en el poético salón oscuro de Tino Sehgal (Documenta 13) y ver cómo algunos ya están rescatando al arte de cierto parón de máquinas.

El tiempo muerto es un buen lugar, un espacio perfecto para saludar el regreso de los poetas

Hay días, además, en los que detesto tanto los tópicos de nuestros lúcidos fatalistas que me pregunto si esa impresión de tiempo muerto es obligatorio leerla alarmados, escandalizados, apesadumbrados, sin humor. Porque me acuerdo de Stanislaw Lem y de su imaginaria Historia de la literatura bítica, con sus cinco volúmenes publicados por las Presses Universitaires de Paris. Allí Lem, en su ficción sobre el futuro (en este caso ya sobre nuestro pasado), decía que a finales de los años ochenta del siglo XX, a partir de la decimoquinta binastía de ordenadores parlantes, se demostró que era una necesidad técnica dar a las máquinas periodos de reposo en los que estas, libres de instrucciones programadoras, pudieran caer en un balbuceo para el que se introdujo pronto la expresión de ensoñaciones mecánicas. Los bits no semánticos de la información contenida en esos sueños debían, gracias a ese método de barajar a ciegas, ayudar a regenerar la capacidad de las máquinas.

Si la predicción de Lem se cumplió, está claro que en los años ochenta se liberó de instrucciones programadoras a los creadores y se entró en tiempo de pausa, tiempo muerto. De hecho, estudiosos de la literatura bítica afirman que la productividad a veces relajada de las máquinas parlantes es tan indispensable para estas como la conciencia del peligro de perder el habla lo es para la literatura del futuro. Y dicen también que desde hace años nos encontramos en un periodo de reposo nacido de una necesidad técnica, un periodo del que saldremos reforzados. Les creo del mismo modo que me parece que solo es literatura contemporánea con futuro aquella que escribe desde la conciencia del peligro inminente del fin de su propio mundo.

Por otra parte, ¿tan exasperante es vivir en época de balbuceo? ¿Tan urgente es salir de la siesta mecánica? Quizás solo estemos recuperando el habla. ¿Tan penoso es barajar a ciegas? El tiempo muerto es un buen lugar, un laboratorio en ebullición, un espacio perfecto para ir saludando el regreso de los poetas que están transformando la vida. Están entre nosotros. Los vi en el salón de Sehgal. Todo cambia en segundos.

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