Viaje al final del sonido
Múnich homenajea a ECM con una ambiciosa exposición sobre su impacto en la cultura europea El sello alemán es uno de los más influyentes de la historia
La vista nocturna desde la silla del despacho de Manfred Eicher (Lindau, 1943) parece una de esas icónicas portadas que convierten en artefactos culturales reconocibles al instante los discos de ECM, sello alemán de jazz y música contemporánea que fundó hace casi 45 años. El aire gélido, el paisaje boscoso, la promesa del norte, las luces de la autopista a las afueras de Múnich… Igual que en las lacónicas tapas de sus álbumes, el conjunto brinda un juego de espejos metonímico con la armonía de las grabaciones de uno de los productores más influyentes de nuestro tiempo. El creador de una música (y unos envoltorios) definidos por cierto afortunado eslogan de la compañía como “el sonido más bello después del silencio” y que hasta el 10 de febrero reciben un insólito homenaje en forma de exposición en la Haus der Kunst de la ciudad, viejo patio de recreo artístico de Hitler hoy convertido en uno de los centros neurálgicos del arte contemporáneo europeo.
“Todavía ando en busca de mi sonido; trato de no dar nada por hecho. La rutina envenena la creación”, confesó Eicher recientemente durante una sesión de escucha de las novedades del sello, ritual que consiste en sentarse durante varias horas frente a su viejo estéreo para atender sin distracción a una música cristalina, en cuyo interior se podría pasear. “Nadie habla hoy de sonido. Cuando escucho la radio todo parece tremendamente comprimido y ruidoso, registrado sin más criterio que el de impresionar. Sin claridad, cuando no hay nada más misterioso que la claridad. La gente ya no se concentra en la música. La paciencia y la disciplina están en peligro. La escuela de la escucha está en peligro”.
La paciencia, la escuela de la escucha, están en peligro” Manfred Eicher
El productor, uno de los hombres más esquivos del negocio, abrió a EL PAÍS en un raro gesto las puertas de la fortaleza de ECM, una oficina escondida en el último piso de un anodino edificio industrial, cuya mayor ventaja parece ser la cercanía con la autopista, esa autobahn que es todo un estado de ánimo para los aficionados a la música alemana. La quincena de sus trabajadores comparte espacio con una firma de productos ecológicos de la Toscana por razones curiosamente más sentimentales que prácticas: Eicher y el dueño de la distribuidora alimentaria se conocen desde fines de los sesenta, cuando el segundo financió los primeros balbuceos del sello.
El encuentro con la leyenda se prolongó durante tres días: una relajada cena para tratar asuntos como aquella vez que asistió a los míticos conciertos del primer trío de Bill Evans en el Village Vanguard de Nueva York, la citada sesión de escucha al día siguiente y la entrevista stricto sensu el sábado. Fue la coda a una semana en la que viajó a Oslo para grabar un disco, fue abuelo por segunda vez (felicitó a su hija por teléfono) y se celebró en la oficina una convención mundial de ECM, reunión bianual de los distribuidores del sello (Distrijazz por España) para conocer, encerrados en una sala de audición, el material con el que deberán lidiar en los meses siguientes.
No es el único ejemplo de que esta compañía funciona de otra manera: aquí, los discos de oro y otras distinciones, en lugar de colgar de las paredes, se apilan en cualquier esquina, y todo gira en torno al volcánico temperamento de Eicher, su carácter viajero (tema del documental Sounds and silence) y su fama de conformarse con el modo en el que se hacen las cosas solo cuando las cosas las hace él.
Hay pruebas de esto último: si algo une a las cerca de 1.100 referencias de ECM, ya sean la interpretación de El clave bien temperado de Bach por András Schiff, un disco de free jazz de Sam Rivers o una colección de canciones catalanas y noruegas de Arianna Savall, hija de Jordi Savall, es la frase “Producido por Manfred Eicher”, impresa en ascética tipografía. También, que todas, clásicos de los setenta o relucientes novedades, nunca se descatalogan, ni acaban en el cajón de las ofertas, ni se ofrecen en Spotify como parte de un “conjunto vulgar”, con “una calidad de reproducción pésima”.
“Creo en el respeto por la música; cuesta mucho producirla”, explicó Eicher con vehemencia. “Y no hablo solo de logística, sino de alquilar el estudio, pagar a los mejores ingenieros, hacer viajar a los músicos… No entiendo la serie media. Sé que puede resultar injusto para los menos pudientes, pero prefiero regalar mis discos a venderlos baratos o prostituirlos en Internet”. Y tanto elitismo parece que le resulta, tal vez porque vive en una ciudad donde los discos aún ocupan un lugar destacado en los centros comerciales de lujo: “Hemos sufrido una caída en las ventas, claro, pero no es dramático. Lo que perdemos en un país lo recuperamos en otro. Aún podemos mantener un ritmo de 60 lanzamientos por año”.
El productor prefiere regalar sus discos “a prostituirlos en Internet”
Pese a su estricta reputación, el día de la entrevista el cabreo pareció justificado. Alguien olvidó reservar las habitaciones de parte de los músicos llegados de Riga para la presentación en sociedad esa noche, con coro y orquesta, de Adam’s Lament, nueva pieza del célebre compositor estonio de “minimalismo religioso” Arvo Pärt, en la Herkulessaal, antiguo salón del trono de Luis I de Baviera destruido durante la Segunda Guerra Mundial y reconstruido después.
El disco homónimo, uno de los más costosos de la historia de una compañía poco dada a reparar en gastos, es parte del trabajo desarrollado entre Pärt y Eicher desde la publicación en 1984 de Tabula Rasa, composición revolucionaria que familiarizó a las audiencias occidentales con un autor hasta entonces oculto, e inauguró la ECM New Series, lugar de acceso para la “música escrita” en un sello hasta entonces básicamente jazz. A Pärt, además, le sirvió para ingresar en la santísima trinidad de la escudería ECM, junto al saxofonista noruego Jan Garbarek y Keith Jarrett, tan fiel como excéntrica superestrella del piano de jazz y autor de The Köln Concert (1975), el mayor éxito de la compañía con cuatro millones de copias vendidas.
Manfred, Arvo, otro alérgico a las entrevistas, y la mujer de este citaron en un hotel carísimo de Múnich la tarde antes del recital a la prensa europea para tomar el té y hablar de su relación discográfica. “A mí, los discos se me asemejan a lápidas”, dijo el compositor, más socarrón de lo que cabría esperar. “Así que he muerto 10 veces”. La velada, además de resultar un memorable espectáculo de proporciones místicas, sirvió para inaugurar los actos relacionados con la muestra que repasa la trayectoria de Eicher y su sello.
¿Una exposición sobre un productor discográfico? Está claro que Okwui Enwezor, director nigeriano de la Haus der Kunst, célebre por haber comisariado en 2002 la dOCUMENTA 11, opina que ECM (acrónimo de Edition of Contemporary Music) merece una celebración más allá de lo musical (aunque se han programado conciertos asociados). La muestra con la que se estrena como comisario en el centro de arte es un recorrido —también en forma de catálogo, que complementa al exhaustivo libro de hace un par de años Tocando el horizonte. La música de ECM (Global Rhythm)— por los logros artísticos de la compañía y su impacto en la cultura europea: las portadas, los fotógrafos, el diseño gráfico, las películas experimentales de Anri Sala o Stan Douglas o la fructífera asociación de Eicher con Jean-Luc Godard, que en cierta ocasión dijo de la edición de la banda sonora de su Nouvelle Vague que “mejoraba” la película. “Es un sello indisolublemente unido a Múnich, pero sobre todo a la personalidad de un hombre”, explicó Enwezor en el cóctel posterior a la première de Pärt. “Además, me interesan las connotaciones políticas de la diáspora de los jazzmen negros en Europa, en la que ECM tuvo un papel especial”.
En efecto, como le gusta recordar a Eicher, que llegó a la ciudad en 1968 para hacer el servicio militar tras estudiar violín en la isla del lago de Constanza en la que nació, teoría musical en Berlín y desarrollar una carrera como bajista, la suya fue también la casa del Art Ensemble of Chicago, de Marion Brown, de Don Cherry y otros exploradores del jazz de los setenta. Pese a que todavía publica al año un puñado de discos de jazz memorables (el último, Sleeper, de Jarrett), su trabajo es tachado por sectores puristas de la afición como melifluo y conservador. Le acusan de que todos sus discos suenan igual. “Hace tiempo que dejaron de afectarme las críticas y los clichés sobre mí. Empecé con el jazz, pero no quise quedarme solo en eso; hay vida más allá”.
Radicalmente fiel a sí mismo, cuesta imaginar que la compañía continúe cuando él falte. “No pienso retirarme hasta que deje de escuchar”, zanjó con un bramido de intimidante inglés tallado en alemán. “No puedo especular sobre el futuro, sino confiar en que a mi muerte ECM continúe como catálogo, porque el valor de lo que hemos hecho es grande”. Tanto, como para llenar un centro de arte muniqués.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.