La liturgia trivializada
Antes, la Iglesia, el Fútbol y la Judicatura se presentaban como mundos sin humor
Tras el escandaloso pitorreo que provocó el diseño de Bosco, una marca rusa, para los uniformes de la selección olímpica española, sigue ahora el grito por la obra que Custo Dalmau ha trazado sobre el equipamiento de la selección catalana de fútbol.
En el pasado, tres instituciones populares, la Iglesia, la Judicatura y el Fútbol, se presentaban como mundos que no admitían el sentido del humor. Tanto en la liturgia de la Iglesia, donde casi todo es sagrado, como en el Fútbol, donde todo casi todo es dramático, la frivolidad o la risa se hallaban ausentes.
A quien se reía en los oficios se le tenía por profanado. A quien se reía en el fútbol se le tenía por pagano que no había asumido el valor de la liza. Cuando en la Iglesia, en la Judicatura o en el Fútbol aparecieron risas, estas fueron efecto de que el sistema tropezaba en sí mismo. Es decir, el cura o el árbitro que se caen, el cura que se equivoca o el árbitro que se vuelve un clown.
Fuera de estos supuestos, el Fútbol, la Iglesia y la Judicatura constituyeron instituciones severas. El árbitro vestía de negro en reconocimiento a su profunda misión. Los sacerdotes y los jueces se cubrían de negro por su ministerio entre el ser y la muerte. En los tres ámbitos, en suma, se trataba de impartir justicia, condena o salvación.
Antes, la Iglesia, el Fútbol y la Judicatura se presentaban como mundos sin humor
La Santísima Trinidad tuvo su réplica en el Tribunal Supremo y el Tribunal Supremo en el Consejo Superior de Disciplina Deportiva. En ninguno de los casos se trataba de vérsela con un juego risible, fuera el cantifloide lenguaje jurídico o el infantiloide reglamento de la competición
El sistema, sin embargo, empezó a hundirse cuando, de acuerdo a la nueva época, a los árbitros les quitaron el luto. Desde ese momento, su magnificencia fue trivializada en colores amarillos, rosa, azul pálido o cualquier otra tonalidad.
Esta abolición de la vestimenta negra unida a la muerte y a la justicia ciega abrió las puertas a la juerga mundana. Por ese tiempo, más o menos, los sacerdotes se vistieron de seglares y los jueces aparecieron ante las cámaras vestidos de particular. El paso de la investidura negra a la accidental ropa de calle, debitaria de la moda, mostraba el socavamiento del Gran Poder.
Todas las decisiones del Tribunal Supremo se discuten ya, casi todos los curas quieren casarse o matar al Papa, casi todos los árbitros, al final de la jornada, son ridiculizados por las cámaras de televisión. Unos y otros se hallan descalificados como encarnaciones de la verdadera verdad.
¿Cómo extrañarse pues de que los uniformes de los futbolistas sean ya carnavaleros? Antes que los uniformes, los balones y las botas pasaron por la misma cámara de la irreverencia libre y jovial.
Como en los bailes, como en las modas, como en el arte o el sexo, todo es un technicolor que refuta la idea de una unívoca autoridad. Y no habiendo univocidad en nada, ¿qué escándalo merece en los equipamientos deportivos este compás?
Casi todos los equipos de fútbol tuvieron, en el pasado, la misión de reproducir en sus colores los de la bandera local y hoy, incluso, algunos equipos, tras el ejemplo del Barça, portan una pequeña enseña regional discretamente en el cogote de sus camisetas. Discretamente, porque los mandatos del marketing —y no de la Patria— son hoy una cosa y mañana la contraria. La insignia de cada club no radica —excepto en los más paletos— en ser fiel a su enclave sino a las claves que dicta el merchandising.
De modo que ¿a qué viene escandalizarse de que Custo Dalmau actúe sobre la selección catalana imponiendo su diseño a la senyera explícita, el ludismo al himno y la broma a la liturgia ancestral? Por si faltaba poco, Custo Dalmau, diseñador superlativo, no solo nos libera sino que hace justo lo Dal-mau. La irreverencia del Mal.
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