Antonio Gamoneda: “Soy un indignado que disiente”
El escritor leonés publica su primer libro de poemas después de la concesión del Premio Cervantes en 2006. En 'Canción errónea' conviven la recapitulación del pasado con la preocupación por el presente
Premiar a un escritor es a veces una manera de impedirle escribir. Sobre todo si el premio es tan grande como el Cervantes, que en 2006 lanzó a Antonio Gamoneda —leonés nacido en Oviedo en 1931— a una vorágine de reconocimientos que parecía no terminar nunca. Tuvo, eso sí, tiempo de darle hace tres años el último vistazo al primer tomo de sus memorias —Un armario lleno de sombra (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores)— y de publicar, con grabados del poeta y pintor Juan Carlos Mestre, Extravío en la luz (Editorial Casariego), un adelanto del libro que acaba de publicar, Canción errónea (Tusquets), su primer poemario en ocho años y el primero después del galardón que estuvo a punto de sacarlo de la circulación. “Estaba hartísimo de viajar, cansado”, cuenta el poeta con la maleta al lado. Esta vez está en Madrid para participar en un acto de la Biblioteca Nacional junto a Mario Vargas Llosa y asistir después al patronato del Instituto Cervantes. A la espera de cambiar de hotel, recuerda: “Empecé a darme cuenta de que no trabajaba. Tenía algún apunte poco menos que inservible. En esas estaba cuando me invitaron a Pekín y al Tíbet. Consulté la altitud: imposible. Fue la ocasión de cortar. Y mira, apareció este libro, tengo prácticamente terminado otro más breve también con dibujos de Juan Carlos Mestre —Las venas comunales, se llama— y 100 folios que me convencen muy poco de la segunda entrega de las memorias”.
PREGUNTA. ¿Por qué no le convencen?
RESPUESTA. La musa, esa indecente, viene para mí más bien en la reescritura. La segunda parte de las memorias es muy complicada porque recoge desde el día siguiente a mis 14 años, cuando empecé a trabajar como recadero en el Banco Mercantil, hasta el día anterior a mi casamiento. Del año 1945 en adelante. Eran los tiempos de las clandestinidades y no quiero mentir, pero sé que hay verdades que a algunas familias les harían mucho daño. Con ese libro tengo un problema de conciencia que no sé cómo ventilar. Tiene que decírmelo la propia escritura: “Por aquí” o “déjalo”.
P. Canción errónea también tiene algo de recapitulación. ¿Es la transposición poética de su memoria?
R. Eso de que hay algo de recapitulación lo sabes tú, yo no lo sé. No hay proyecto por mi parte al escribir un libro de poesía. Y si hay proyecto, mala señal.
P. Pero hay poemas que retoman episodios clave de Un armario lleno de sombra.
R. Los habrá, sí.
P. Por ejemplo, el momento en que su madre ayuda a morir a su padre inyectándole morfina. ¿Qué pensó cuando su madre se lo contó de niño?
R. Que lo hizo por respeto y por amor. Mi madre, que murió a los 93 años y había perdido la razón, seguía enamorada de aquel hombre. Cuando mi padre se tomó el capricho de morir el mismo día en que cumplía 45 años porque sabía que lo que tenía era terminal, las razones de mi madre para obedecerle fueron respeto y amor.
P. Otro de los poemas habla del primer muerto que vio: “La última mañana de mi vida”, dice.
“Cada vez me revelo menos ante la interrupción del extraño accidente que es vivir. La muerte, que siempre me dio miedo, ya es de la familia”
R. Mi infancia transcurrió en los años de la inmediata posguerra. León, que había sido dominada por los militares rebeldes engañando a los mineros asturianos, se convirtió en un inmenso penal. El Hostal de San Marcos, Santa Ana, Puerta Castillo… todo eran cárceles. La ciudad era un lugar de represión y eso llegó a entenderse con una normalidad terrible.
P. ¿Puede alguien acostumbrarse a la muerte?
R. Yo, con 81 años, no soy el mismo de hace 50. Ni siquiera biológicamente: sabemos que nuestras células cambian. Hay una posibilidad de que a mi memoria la acompañe una contemplación de los hechos que no se correspondería con la experiencia tal como la viví. Para mí, el tiempo tiene ya dos perspectivas: una como tiempo ya pasado y otra a la que me voy acostumbrando y ante la que me revelo cada vez menos: la natural interrupción del extraño accidente que es vivir.
P. ¿Morir no le da miedo?
R. Siempre me dio mucho. Ahora menos: la muerte ya es de la familia.
P. Desde el título, este libro habla de la vida como error. ¿La suya es la canción de un pesimista? Es raro imaginar a un pesimista cantando.
R. En todos mis títulos hay dos términos en cierto modo contradictorios: Sublevación inmóvil, Arden las pérdidas, Canción errónea... No le vi problema a titularlo canción porque lo necesitaba, pero como intuición, como saber confuso. Intuyo la explicación, pero no me la sé del todo. Eso sí, tenía cierto reparo porque podría parecer que remite a la copla o algo así, no sé. Y me encontré con que una de las mejores partes de la obra de Saint-John Perse, un grupo de poemas en prosa, se titula Canción. Pues bueno, me dije: si él se atreve podré atreverme yo también sin resbalar demasiado. Y me fui encariñando con el título.
P. Aunque la vida sea un error, como dice, ¿merece la pena?
“Aunque tuvieran algo anacrónico, la desaparición de las ideologías ha supuesto la desaparición de un muro ético contra la desvergüenza”
R. Sí. Porque, oye, dentro de ese error encontramos cosas como la amistad, el placer estético, la vida amorosa… La vida es efímera, tiene unos contenidos absurdos —ir de no ser a no ser, de la inexistencia a la inexistencia—, no es un estado natural, es un accidente... pero merece la pena. La minifilosofía que pueda haber —y lo digo lleno de inseguridades— anda por ahí.
P. “La rosa es bella y para qué”, dice otro poema.
R. Eso no lo digo yo. Está entrecomillado en un poema al que remite la nota final del libro. Es de un magnífico poeta leonés que tiene un defecto: que escribe un libro cada dos meses. Si sacase la raíz cúbica de lo que ha escrito sería un poeta impresionante. Ha publicado 20 libros y tiene 60 debajo de la cama.
P. Gaspar Moisés Gómez, dice la nota.
R. Exacto.
P. Tal vez alguien haga una buena antología. La cita, de todos modos, recoge una pregunta que le habrán hecho mil veces: ¿para qué sirve la poesía?
R. Desde luego, la poesía no es el arma cargada de futuro que decía el bueno de Gabriel Celaya. Sartre lo entendía mucho mejor cuando decía que la poesía es subjetiva y no tiene nada que ver, directamente al menos, y eso lo añado yo, con las circunstancias objetivas. No obstante, la consideración de la vida como un accidente no aniquila que tenga contenidos de verdad: el amor, la belleza… algo es algo.
P. En este libro hay un momento de crítica muy dura a lo que usted llama las “finanzas financieras”. Ante eso, ¿qué puede hacer la poesía?
“En el acto de la escritura poética hay algo que no es una liberación total, pero que se le parece. Sacas de ti la angustia y la pones en el papel”
R. La poesía nada, pero el poeta es un ciudadano de paso. Ahí es donde puede hacer algo.
P. ¿Qué puede hacer?
R. Yo soy un indignado, pero un indignado que piensa que los indignados no son realmente, digamos, performativos. Las manifestaciones no sirven para nada. Tengo mi teoría al respecto, discutible, pero la tengo.
P. ¿Cuál es?
R. Hay que empezar a actuar desde la pobreza. El Estado del bienestar son tres palabras. No existe. Hace poco decía la Cruz Roja que ellos ya asisten a 2.300 personas por cuestiones de dependencia o de alimentación. Yo soy un indignado más, pero disiento de la forma de reivindicar. Partiendo de pequeños núcleos, de barrios y pueblos, hay que crear una economía y un mercado alternativos en el que no sean las multinacionales ni las plusvalías las que determinen cómo va a funcionar la vida de la gente. ¿Conoces el caso de Marinaleda? Es un caso incompleto, pero muy interesante, de un régimen cooperativo de mercado y de economía. Con una mínima circulación de dinero, con la desaparición de los actos consumistas —el primero, el del automóvil—, rehuyendo de las grandes superficies, promoviendo el intercambio y las cooperativas en núcleos pequeños… Yo no lo voy a ver, pero creo que es la única alternativa.
P. ¿Participaría usted en algo así?
R. Por descontado. He tratado de ayudar a un grupo de Gijón en ese sentido. Desmantelado el Estado del bienestar, hay que superarlo organizando la pobreza. El sistema está podrido y se acerca a su final.
P. ¿Usted cree? A veces parece imparable.
R. ¿Por qué se van últimamente tantos altos cargos de las grandes empresas? Porque saben lo que viene y quieren aprovechar antes de la gran quiebra. Los grandes ejecutivos quieren llenarse los bolsillos y salir pitando. Puede que cobrar mil veces el salario mínimo sea legal, pero no es moral. Ya sabemos que la ley está hecha a la medida de quien tiene la fuerza. Pensemos en ese acto de crueldad que es la imposibilidad de la dación en pago para cancelar una hipoteca. Es una esclavitud. El poder económico tiene unos lazos legales que terminan en una monstruosidad. Hay que dudar no solo del ámbito económico sino también de su prolongación legal. La democracia así entendida no es más que una máscara del neocapitalismo, sonriente pero máscara.
P. Pero no deja de ser el sistema menos malo ¿no?
R. Sí, pero puede encubrir grandes fraudes.
P. ¿Era más fácil luchar contra una dictadura?
R. El problema es que se ha producido una lenta desaparición de las ideologías. Es posible que sean repensables, pero una cosa es repensarlas y otra es que se volatilicen. Lo que no se volatizan son los intereses, porque llevan ventaja. Aunque tengan un componente anacrónico, la desaparición de las ideologías ha supuesto también la desaparición de un muro ético contra la desvergüenza. Ahora las ideas deben ser no solo pensamiento sino pensamiento que se mueve.
P. ¿Por eso dice en un poema que hay que ser feliz sin esperanza?
R. Te corrijo. Se trata de hacer nuestra una fraternidad sin esperanza. La fraternidad no es solo un valor sentimental, debe entrar en el terreno de los hechos. Las esperanzas son difíciles, pero hay que actuar como si no lo fueran. Si no, los intereses seguirán legislando. A veces se equivocan, como en el ladrillo, y ellos mismos dicen: “Nos hemos pasado”.
P. Otro verso suyo: “Hay que hacer algo”.
R. Ya digo, una revolución en el consumo. Empezando por el consumo de petróleo. Si tú manejases la bicicleta, si la gente se concertase para ir al trabajo en un solo coche, si se presionase para que el transporte público funcionara como debe, si se prescindiese de ese signo de vanidad y pobreza mental que es decir: “mi coche es mejor que el tuyo”, el 25% de la revolución estaría hecha.
P. ¿Usted no tiene coche?
R. No.
P. ¿Nunca ha tenido?
R. Nunca. Antes andaba muchísimo, pero me atropelló un coche y…
P. Un coche tenía que ser…
R. Es cierto. Ahora todo son achaques.
P. En sus memorias contaba que escribir poemas le sube la presión sanguínea. ¿Qué dice su médico? ¿Le ha quitado la sal y la poesía?
R. La sal no, aunque la tomo con poco sodio. La poesía los médicos saben que no me la pueden quitar. Mi neuropsiquiatra, que es un antiguo compañero de colegio, es un hombre de lecturas, y por los libros sabe algo que todos los poetas saben por experiencia: que en el acto de la escritura poética hay algo que no es una liberación total, pero que se le parece. Sacas de ti la angustia y la pones en el papel. O sea, lo uno por lo otro: vaya la subida de la tensión por esa liberación que da la escritura.
Babelia
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