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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Metraje encontrado

Ethan Hawke, en un fotograma de 'Sinister'.
Ethan Hawke, en un fotograma de 'Sinister'.

El cine de terror estadounidense ha sido tan dado a extenuar sus fórmulas de éxito que sus periódicas etapas de búsqueda y rastreo de nuevas claves suelen proporcionar hallazgos merecedores de atención. Sinister, tercer largometraje de Scott Derrickson —director con voluntad de estilo pero, hasta el momento, sin aparente necesidad de discurso—, no es una película indiscutible —de hecho, su mitología se erige sobre la incongruente, arbitraria encrucijada entre mitos paganos y viejos formatos de celuloide—, aunque sus tanteos y pasos en falso inyectan una respetable energía a un género infectado de inercias y reiteraciones.

SINISTER

Dirección: Scott Derrickson.

Intérpretes: Ethan Hawke, Juliet Rylance, James Ransone, Clare Foley, Michael Hall D'Addario.

Género: terror. Estados Unidos, 2012.

Duración: 110 minutos.

Tras ese terror de los ochenta que tuvo en Freddy Krueger a su carnavalesco maestro de ceremonias —un showman sádico para un circo de tres pistas de escenas sangrientas—, el puntual tándem que formaron Wes Craven y el guionista Kevin Williamson quiso fundar, con la saga Scream, una posmodernidad del género que murió prematuramente para ser hoy reformulada con películas como The cabin in the woods (2011). La propuesta de Sinister responde a la resaca tras la moda del terror oriental americanizado y el fenómeno del torture porn, con un reajuste de la tradición de la casa encantada que puede emparentarse con la sorprendente Insidious (2010).

Derrickson cuenta la historia de un escritor de no ficción (Ethan Hawke) en busca de su A sangre fría particular que se muda, junto a su familia, a una espaciosa residencia que fue escenario de un macabro crimen. El hallazgo en el desván de unas filmaciones en súper 8 que registran ese asesinato colectivo, junto a otras sofisticadas ejecuciones de familias (casi) enteras, abre la puerta a una reelaboración para multisalas de la tradición de Blow up (1966), que recorre, amplía y aísla un eficaz repertorio de imágenes perturbadoras. Derrickson usa su imaginería de choque como un experto manipulador de contundentes golpes de efecto, pero no ha tenido la ambición suficiente para construir su propio hotel Overlook: se ha conformado con apañar una efímera, pero muy resultona, barraca de feria para un tren del terror de un solo recorrido.

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