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UNIVERSOS PARALELOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Radicales contra filisteos

Diego A. Manrique

Hoy suena a cuento chino, pero es cierto: hubo tiempos en que los críticos imponían su ley. Entiéndase: no decidían lo que triunfaba o fracasaba, aunque si creaban corrientes de opinión, alentaban el boca a boca. Su influencia resultaba más evidente en campos artísticos de productividad limitada, como el teatro o el cine. Esta es la crónica del hundimiento de un especialista en cine; resulta aplicable a cualquier profesional que confunda opinión con vendetta.

En 1967, Bosley Crowther llevaba casi 30 años como principal crítico cinematográfico del New York Times. Aunque políticamente liberal, tenía puntos ciegos. No simpatizaba con las películas “pretenciosas” que venían de Europa. Vio en Cannes Campanadas a medianoche, el mix shakespeariano que Orson Welles rodó en España; hizo saber que resultaba tan odiosa —“Orson está acabado”— que la distribuidora estadounidense tardó un año en estrenarla, temerosa del inevitable palo del NYT. En Variety salió un texto burlón titulado “Crowther, quédese en casa, por favor”: Bosley podía cargarse las posibilidades comerciales de determinadas cintas.

Crowther mostraba aún mayor inquina con los filmes que retrataban la violencia y no repudiaban a sus perpetradores. Así, detestaba la ambigüedad moral de Sergio Leone. Sus westerns, escribió, eran “tan peligrosos y tan socialmente decadentes como el LSD”. El 5 de agosto, invitado al festival de Montreal, asistió horrorizado al estreno de Bonnie and Clyde. Hoy nos cuesta calibrar lo revolucionario de la película de Arthur Penn (antes, la realización fue ofrecida a Truffaut y ¡Godard!). Contada a partir de los protagonistas, la identificación era inevitable. En la realidad, fueron delincuentes de cortos vuelos; el celuloide mostraba a una Bonnie Parker ansiosa de comerse el mundo, a un Clyde Barrow neurótico y sexualmente incierto. Perfectos héroes para la naciente contracultura.

A Crowther le pudo la indignación. Facturó una crítica destructiva desde Montreal. Cuatro días después, reincidió: Bonnie and Clyde era tan repugnante que había contaminado su apreciación de aquel festival de cine. El 13, cuando la película debutaba en dos cines modestos de Nueva York, sacó un tercer comentario negativo. Era domingo; lo leyó toda la ciudad. Dos estocadas y un descabello. Crowther pretendía hundir la película. Lo impidieron dos hechos excepcionales. Joe Morgenstern, crítico de Newsweek, también había reaccionado con una reseña condenatoria tras un pase privado. Pero volvió a ver la película, entre público de pago, y cambió radicalmente de opinión; una semana después, publicaba un mea culpa y celebraba las virtudes de Bonnie and Clyde. Lo nunca visto.

Esta es la crónica del hundimiento de un especialista en cine, Bosley Crowther

Y Pauline Kael entró en la pelea. Era una figura de culto cuando debutó en The New Yorker con una defensa extensa de la película. De paso, disparaba sus cañones contra Bosley: “Son demasiadas las personas que quieren que la ley tome el puesto de la crítica cinematográfica; tal vez lo que quieren es que sus críticas tengan la fuerza de la ley”. Adviertan la escalada: ya no se discutían los méritos de determinada película sino la conveniencia de la censura o los diktats del poder cultural. En el alterado clima de 1967, Crowther tenía las de perder. Efectivamente, en diciembre le quitaron el puesto de crítico de nuevas películas. Al estilo del Times, fue una patada hacia arriba: más dinero, un título rimbombante. Habían ganado los jóvenes leones.

Pero el resultado estuvo en el filo. Sin el apoyo de la crítica más revoltosa, Bonnie and Clyde pudo desaparecer. Había sido lanzada de tapadillo por Warner Brothers, cuya cúpula no entendió aquello: Jack Warner prefería no recordar que empezó precisamente con “películas de gánsteres”. De hecho, la película solo se estrenó nacionalmente después de que recibiera 10 candidaturas a los Oscar. Representaba un radical cambio ético y estético: en el principio, cuando Beatty la movía como productor, quería contratar a Bob Dylan para encarnar a Clyde. La Bonnie de la pantalla, Faye Dunaway, se preparaba para rodar escuchando incesantemente el Blonde on blonde dylaniano: allí estaban la insolencia, el impulso torrencial, el narcisismo que requería su personaje.

Crowther, el hombre que quiso detener la marea de violencia cinematográfica, aguantó mal el retiro dorado. Se marchó del periódico y escribió libros. En Reruns: fifty memorable films (1977) finalmente aceptó que se había equivocado: “Bonnie and Clyde fue la película más inteligente a la hora de registrar la amoral inquietud de los jóvenes en los sesenta”. Atención al adjetivo: todavía deploraba la “amoralidad” que aceleró su caída.

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