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Guadalajara, la biblioteca que resiste

Frente a la creciente pobreza de recursos, los socios contribuyen a mantener en pie la principal institución cultural de la ciudad con un sinfín de iniciativas

Tereixa Constenla
Patio central de la biblioteca pública de Guadalajara. De pie, Josean Pérez, Blanca Calvo (directora), Aurora López y Pilar Martínez. Sentados, Emma Jaraba, Mercedes Garulo y Antonio Durán.
Patio central de la biblioteca pública de Guadalajara. De pie, Josean Pérez, Blanca Calvo (directora), Aurora López y Pilar Martínez. Sentados, Emma Jaraba, Mercedes Garulo y Antonio Durán.ÁLVARO GARCÍA

Si usted no cree en ningún dios, tal vez pueda creer en la biblioteca pública de Guadalajara. Casi el 40% de la población de allí lo hace. En este país de mediocres índices de lectura la estadística (31.650 usuarios, 84.453 habitantes) surge como un bofetón para descreídos. Los más acuden a buscar lectura, pero el edificio es un cosmos donde ocurren miles de cosas: alguien toca Satieal piano en el patio central, un club de lectura disecciona a Jonathan Franzen, alumnos rezagados hacen deberes supervisados por voluntarios, medio centenar de familias pasan una noche al año pertrechados con sacos mientras escuchan cuentos de boca del mismísimo Peter Pan.

Si ahora, por alguna razón, usted tampoco cree en el Gobierno, tal vez puede aferrarse más que nunca a la biblioteca pública de Guadalajara. Tras ser vapuleada por recortes presupuestarios sucesivos e inclementes, son sus usuarios quienes están cubriendo con dinero, tiempo y energía los rotos causados por la falta de euros. Un milagro de solidaridad, una sobredosis de buen rollo, una lección para encarar días innobles, una evidencia de que la cultura no es un capricho. También una encrucijada para la directora de esta biblioteca estatal, Blanca Calvo. “Es emocionante comprobar que nada más enviar un correo pidiendo voluntarios nos contesten inmediatamente un montón de usuarios, pero también es un dilema moral y profesional porque son ellos los que están cubriendo necesidades que debería atender el Estado”, lamenta.

Los lectores han pagado suscripciones a 62 publicaciones (antes de la crisis se recibían más de 200) y han comprado decenas de novedades editoriales para cubrir el socavón presupuestario. En 2007, último año feliz, disponían de 150.000 euros para adquirir material. Este año no han alcanzado ni un tercio de aquello (46.000 euros) y para 2013 no se prevé nada. La trituradora del déficit es ahora la polilla de los libros. Y es el altruismo el único mecenas de las actividades culturales, que en el pasado disponían de 20.000 euros de fondos públicos.

“Dejamos de contratar a narradores profesionales y aunque logramos que hubiera voluntarios, no es lo mismo. Está bien si esto es solo puntual, pero nosotros pagamos nuestros impuestos para tener estas actividades”, protesta Concha Carlavilla García, que coordinó durante seis años esas iniciativas singulares hasta que, en agosto, fue despedida por la Fundación de Cultura y Deporte de Castilla-La Mancha de la que dependía. Concha Carlavilla encarna el espíritu de esta biblioteca como nadie: renunció a su plaza fija de bibliotecaria en un pueblo para trabajar en la de Guadalajara y, pese al despido, prosigue colaborando como voluntaria. “He venido de niña y ahora vienen mis hijas, esta biblioteca es como un organismo con vida propia y yo quiero seguir participando en ella, aportando mi granito, para que esto siga como siempre desde hace 30 años”, cuenta con vehemencia mientras sujeta en una mano un ejemplar de Al este del Edén sobre el que debatirán en su club de lectura, uno de los 30 que funcionan en la biblioteca y en los que participan 500 adultos y 150 niños. Sus últimas palabras son reivindicativas: “En un momento de crisis hay que invertir más que nunca en bibliotecas. La gente no tiene dinero para comprar libros pero sigue necesitando acceder a la cultura y a la información. O es que, además de echarnos del trabajo, ¿tampoco vamos a tener derecho a la cultura y a la información?”.

Mientras habla en un rellano de la primera planta, la gente va y viene, se detiene a conversar con conocidos. En este palacio del siglo XVI predomina un bullicio de parque en sesión de domingo, aunque hay salas marcadas por el silencio. Se ven niñas con velo, jubilados con tiempo, adolescentes absorbidos ante el ordenador, lectores con ansia que ya en el zaguán de entrada se asoman a una larga mesa con títulos de Pynchon, Aramburu, McEwan, Rabelais, Perec o Mankell bajo un cartel que sugiere: “Llévame, me acaban de devolver y gusto mucho”. Es sin duda el espacio que encarna a la perfección lo que Italo Calvino escribió: “Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué sera...”. El palacio de Dávalos es el punto de encuentro con lo predecible y lo impredecible, con la concentración de la lectura y la explosión del entusiasta. Después de 31 años al frente de este centro, Blanca Calvo ha materializado su idea: “Una biblioteca es una plaza pública a cubierto donde todo es posible”.

Imaginación y poesía. En 2004, cuando la institución se trasladó del palacio del Infantado hasta el de Dávalos, medio millar de personas formaron una cadena humana para pasar de mano en mano los últimos 1.001 libros. Algo que no cuesta nada y une mucho. “Yo la comparo con una familia que, además, aglutina grupos muy poco homogéneos”, plantea Josean Pérez, un psiquiatra que coordina un taller de escritura al que acuden panaderos, profesores, cocineros, sociólogos o empleados de banca, y que alumbró un colectivo poético, Cyrano, que incluso ha tenido su noche de gloria en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

Una utopía en cifras

  • La biblioteca pública de Guadalajara se creó en 1837, tras la desamortización de Mendizábal. Se abre al público cuatro años después.
  • Tras un período de decadencia (carecía luz eléctrica y apenas era accesible), en 1938, se crea un servicio de préstamos especial para combatientes y heridos hospitalizados debido a la Guerra Civil.
  • Tras sucesivos cambios, se trasladó al palacio de Dávalos, rehabilitado por el arquitecto Francisco Fernández Longoria, en 2004.
  • Pertenece a la red de bibliotecas públicas del Estado, integrada por 52 centros.
  • Tiene 5.800 metros cuadrados y 200.000 volúmenes.
  • La crisis ha reducido la plantilla de 44 a 30 empleados.

Josean charla sentado bajo los poemas visuales de una exposición organizada por él —su pieza es una fotografía con el logotipo de Dragados adulterado: “Drogados”, una ironía a los chutes de ladrillo—. Ante él pasa apresurado un hombre empujando un carrito infantil. También los bebés tienen su sitio: las pequetecas. “Esta es como la casa de todos. Y la culpa la tiene Blanca, que te pide algo y no puedes decir que no aunque sea lo más extraño. ¿O no es una macarrada poner a unos bebés en colchonetas a tocar libros de felpa?”, proclama Josean Pérez.

Hace 31 años, la biblioteca era una ventanilla oscura que intimidaba a los usuarios. Blanca Calvo rompió las barreras físicas —permitió el acceso directo a libros, periódicos y otros materiales— y psicológicas. “La gente sabe que es suya y que nosotros estamos a su servicio. Las bibliotecas tienen futuro como lugar de encuentro. A lo mejor en unos años puedes descargarte el libro desde tu ordenador, pero necesitas venir para encontrarte con gente”, reflexiona la directora.

Todos pululan por el palacio de Dávalos como si fuera su casa. “Soy socia de la biblioteca desde que recuerdo”, detalla Emma Jaraba, redactora-jefa de la edición de fin de semana del diario Nueva Alcarria, fundado en 1939 y fundido en la burbuja inmobiliaria. Jaraba, ahora en paro, es una de las seis participantes de un club de lectura en inglés que ha costeado una suscripción anual a la revista Speak Up. “Hubo un gran debate porque algunos entendían que estábamos cubriendo las carencias que deberían atender las administraciones. Yo entiendo que va a ser puntual”, defiende.

No ha sido la única en dar un paso al frente. Cuando la biblioteca lanzó su mensaje de auxilio para comprar libros este año respondieron, entre otros, el diseñador gráfico Antonio Durán, con 12 años de socio, que se fue a una librería a comprar novedades infantiles. “Pensé que había que tener una actitud positiva, no solo chillar y protestar”, explica. Mercedes Garulo, profesora de francés jubilada, donó todos sus libros didácticos y decenas de novelas para clubes de lectura. “Pocos sitios funcionan tan bien como este”, afirma. Pilar Martínez, desempleada desde hace un año, se lió la manta a la cabeza y asumió la coordinación de un pequeclub, para niños de 3 a 5 años, por la gratitud con la que recordaba la felicidad de su hija cada vez que acudía a uno de ellos. Casi todos los voluntarios sienten que devuelven algo de lo mucho que han recibido, lo que es un homenaje a empleados y servicios públicos en tiempos en los que son retratados con trazo grosero. Pero, ojo, Blanca Calvo advierte que “para que haya voluntarios tiene que haber una estructura profesional muy fuerte”. Los voluntarios no son recambio de bibliotecarios. En estos tiempos de transición de lo físico a lo virtual siguen siendo lo que eran para los sumerios: ordenadores del universo.

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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