Talento en el derrumbe
Josep Pons tiene el don de explicar con claridad algunas de las cosas difíciles y sutiles que sabe sobre música
Qué alegría encontrarse con Josep Pons, aunque sea de tarde en tarde, ir a escuchar un concierto dirigido por él y saludarlo luego en el camerino, recién duchado y exhausto, o tomar algo con él en una cafetería cercana, en el intermedio de una jornada rigurosa de grabación o de ensayos, o tenerlo de compañero una tarde en una conversación pública sobre la música y la literatura. Estuvimos juntos en Segovia, en el festival Hay, bajo los arcos desnudos y las bóvedas tremendas de una iglesia románica, con Jesús Ruiz Mantilla, y como Josep Pons se ha dejado una barba canosa que le da más autoridad se le había puesto también una cara algo románica, una cara de románico catalán.
En un mundo, el de los directores de orquesta, tan proclive a las arrogancias austrohúngaras, Josep Pons es un hombre llano y cordial que se ríe mucho y que tiene el don de explicar con claridad algunas de las cosas difíciles y sutiles que sabe sobre música. Hablando con él uno siente casi físicamente que se le abren los oídos, que se le contagia algo de esa capacidad de distinguir los sonidos individuales de los instrumentos que por su oficio él tiene tan desarrollada.
Hablar de música, como hablar de arte, o incluso de literatura, es una actividad con mucha frecuencia fraudulenta, en primer lugar, porque es muy difícil encontrar equivalencias en palabras para las impresiones acústicas y las visuales, en segundo lugar, porque son territorios en los que cuesta poco dar gato por liebre o envolver en una apariencia de sabiduría lo que es simple vaguedad o ignorancia. Por eso siente uno tanta gratitud cuando se encuentra con alguien que conoce un arte desde dentro y sabe contarlo con precisión y entusiasmo. El más alto prestigio intelectual se lo quedarán siempre los palabreros y confusos, los que enuncien vaciedades con solemnidad de oráculo — “gloria me ha dado hacerme oscuro”, que decía Góngora— , pero el aficionado que se acerca a una obra por la pura vocación de disfrutar de ella agradece el talento pedagógico que casi nunca falta a los verdaderos maestros.
Es muy difícil
Siempre recuerdo una comida, hace un par de años, en una cafetería cercana al Auditorio Nacional, con Josep Pons y otro apasionado de su oficio, el compositor Benet Casablancas. Pons dirigía a la Orquesta Nacional en una grabación de obras de Casablancas, que es un músico de grandes inclinaciones literarias. Invitado por él, yo me había pasado la mañana asistiendo al proceso lento y trabajoso de la grabación. Gusta dejarse llevar por una obra ya completada, una pieza orquestal o una novela, pero si uno tiene la oportunidad de asomarse al proceso de su construcción se vuelve mucho más consciente del hecho excepcional que hay en ellas, no tanto el resultado final que da toda la impresión de haber sido de algún modo necesario, sino la suma, la sucesión de breves empeños, de pasos parciales, incluso de arrepentimientos, que la han ido haciendo posible.
Una obra acabada —la Novena de Beethoven, Madame Bovary, Moby-Dick— nos parece un hecho inevitable de la naturaleza. Y si yo ahora mismo escucho Alte Klang o Darkness Visible, las dos obras orquestales más largas de Casablancas que hay en el disco, no me cuesta nada sumergirme en la música o abandonarme a ella como quien se deja llevar por la corriente de un río, quien se aventura de noche en un bosque o en una ciudad de claridades lejanas. Pero entonces me acuerdo de aquella mañana que pasé en el Auditorio Nacional: qué despacio iba todo, y cuántas veces podía repetirse un pasaje que a mí me había parecido impecable, pero en el que Pons había detectado un error, la entrada a destiempo de un instrumento, la prolongación indebida de un solo. Para el espectador, para el lector, la obra de arte sucede: el que la conoce por dentro sabe que es el resultado de la ambición, la perseverancia y el trabajo.
Pero se trata, por decirlo con las palabras memorables de Juan Ramón Jiménez, de un “trabajo gustoso”. Con autoridad tranquila, sin aspavientos, Josep Pons dirigía a los músicos, ensayaba un pasaje muy corto, pedía una corrección mínima y sin duda necesaria, avisaba de que ahora sí, ahora era el momento de grabar. En vez de las solemnidades de la música clásica lo que había en la sala sinfónica del Auditorio era un ambiente a la vez laborioso y relajado, que al cabo de las horas se iba volviendo agotador.
El descanso de mediodía fue un alivio visible para tanta gente muy cansada. En una cafetería cercana, tomando el menú del día, Casablancas y Pons discutían detalles de la grabación en marcha, pero al poco rato la conversación ya derivó hacia otras cosas, hacia obras y compositores que a los dos les entusiasman por igual, con una devoción omnívora que incluye a Bach, a Stravinski, a Béla Bartók, a Wagner, a Britten. Yo escuchaba con plena conciencia de estar aprendiendo, del privilegio de asistir a aquella conversación: gente que conoce muy bien su oficio, sin necesidad de impostura ni de palabrería, que lo ama con una pasión lúcida y adulta, y que por verlo desde dentro le puede explicar al aficionado cómo están hechas las cosas, cómo funcionan, igual que un mecánico o un carpintero o un grabador explican lo que saben hacer gracias a esa conjunción de la inteligencia y la destreza de la que surge lo bien hecho.
El domingo pasado, en Segovia, Pons habló de ese corno inglés que es el único instrumento de la orquesta que calla en el final de Tristán e Isolda, y un poco después, cuando escuchábamos al extraordinario cuarteto Avanti tocar a Shostakóvich, me indicó que me fijara en una sola nota que se mantiene invariable a lo largo de todo el primer movimiento del cuarteto número 4. Quizás por el escenario de bóvedas y columnas románicas en el que nos encontrábamos, Pons se acordó de sus tiempos como niño cantor en la Escolanía de Monserrat, de la impresión de escuchar a los monjes madrugadores cantando gregoriano antes de que llegara la primera luz del amanecer. Al cabo de nueve años dirigiendo la Orquesta Nacional se va a Barcelona a dirigir la del Liceu. Me acuerdo de aquella Tercera de Mahler que hizo recién llegado a Madrid, como una rotunda declaración de principios. Empecé a escuchar su trabajo en los años ochenta, cuando dirigía a la Orquesta de Cámara del Lliure, y asistí de cerca a muchas de las cosas que logró en los noventa con la Orquesta Ciudad de Granada. Ahora, en estos tiempos en los que todo parece que se derrumba y en los que hay tantos motivos y tantas excusas para el desánimo, Josep Pons se mantiene invariable en su vocación de hacer música, en el ejercicio tenaz y animoso de su talento. Da pena que se marche de Madrid, pero da más alegría encontrarse de vez en cuando con él y verlo igual de enérgico que hace diez o veinte años. La única diferencia es esa barba canosa con la que parece que va corrigiendo por fin un aire de juventud tal vez excesivo para la gravedad habitual de los directores de orquesta.
Babelia
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