Paisaje librero con luna de otoño
Desde finales de agosto a principios de diciembre —cuando la campaña navideña esté echando humo— está prevista la cohabitación en las librerías de media docena de superventas de clase A, de otra media de hermanitos menores de clase B y de una docena de clase C
Lamentablemente, en el siglo XVII no funcionaba el medidor Nielsen, de modo que no podemos estar muy seguros de las ventas de los best sellers de la época. Pero sabemos que había algunos libros que, sin alharacas mediáticas ni gossip tuitero, y con la mera prescripción del bendito boca a boca, conseguían convertirse en éxitos que desafiaban las previsiones. Ahí tienen, por ejemplo, al mismísimo Cervantes, vanagloriándose por personaje interpuesto de su éxito comercial en aquel episodio (El Quijote, II, XVI) en que nuestro más famoso hidalgo le explica al Caballero del Verde Gabán, poseedor de una apabullante biblioteca de seis docenas de libros (ninguna novela, por cierto), que “treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia”. Los best sellers, en todo caso, ya no son lo que eran: no creo que contemos con alguno contemporáneo que despierte una expectación tan auténtica como la de los enganchadísimos lectores neoyorquinos de Almacén de antigüedades, la más lacrimógena de las novelas de Dickens, cuando acudían al puerto para preguntar a los viajeros que venían de Londres (y, por tanto, ya habían podido leer la última entrega del folletín) si la pequeña Nell Trent seguía viva. Lo más parecido en la edición contemporánea es la saga de Harry Potter, cuyas sucesivas entregas (astutamente promocionadas y protegidas por férreos embargos) suscitaban un clima de expectación convenientemente globalizado. Bastante menos, sin embargo, ha despertado la novela “para adultos” de J. K. Rowling, recibida por la crítica con una dosis equilibrada de aplausos desmayados y pitos sin estridencias. En todo caso, The Casual Vacancy ya está a la venta (en papel y e-book) y encaramándose en las listas de best sellers de todo el mundo. Bueno, de casi todo el mundo. Aquí no, por ejemplo. Y no porque Sigrid Kraus, la inteligente y discretísima directora de Salamandra, haya decidido convertirse voluntariamente en el farolillo rojo del millonario tren, sino porque, al parecer (el asunto sigue confuso) la propia autora y sus representantes habrían dispuesto retardar la publicación de la traducción española para impedir que una posible y masiva piratería del e-book perjudicara las ventas de la edición inglesa en los países hispánicos, donde ya está disponible en muchas librerías. Y es que nuestra fama de piratas no va a la zaga de la de los bucaneros ingleses del siglo del Quijote (¿justicia poética?). Lo malo es que los piratas no se han cruzado de brazos, y en distintos lugares de la Red se anuncia la próxima aparición de traducciones del libro realizadas a toda prisa por voluntarios deseosos de torpedear los designios de la autora y las leyes del sistema, mientras prometen suministrar carnaza corsaria vía pdf. No sería la primera vez que tal cosa sucede con libros de la novelista (socialdemócrata) más rica del mundo.
Cohabitación
Desde finales de agosto a principios de diciembre —cuando la campaña navideña esté echando humo— está prevista la cohabitación en las librerías de media docena de superventas de clase A (con expectativas superiores a las 200.000 copias), de otra media de hermanitos menores de clase B (que se venderán “muy bien”) y de una docena de clase C (“razonablemente bien”), además de una desmesurada tropa de aspirantes de todo tipo, entre los que una enorme mayoría luchará denodadamente para huir de la devolución inmediata por parte de libreros que necesitan su espacio para hacer sitio a otros que hacen más caja y al cada vez más extendido merchandising de productos no estrictamente librescos y demás moleskines y chorraditas. Darwinismo librero a tope, para entendernos, en el que sólo tienen posibilidades de mantenerse los más fuertes en términos de venta. En todo caso, lo cierto es que la infrecuente coincidencia de tantos libros vendedores de autores extranjeros y nacionales, desde E. L. James o María Dueñas a la familia Punset, Ken Follett o Arturo Pérez-Reverte (nueva novela a finales de noviembre), pasando por pesos medios del tipo Jonas Jonasson, Murakami o Cercas, ha producido un fenómeno esperanzador: tras el vacío sideral, la gente vuelve a entrar en las librerías a ver de qué va eso. Ello no significa que automáticamente el que entra compre, pero sí que, al menos, se crean las condiciones para que pueda manifestarse algo parecido al antiguo impulso, aquel de antes de la catástrofe económica y de que viniera Rajoy a empeorarla (a sus votantes les brindo una nueva consigna: ¡Enjoy Rajoy!). Claro que, cada vez que alguno de los libros privilegiados se vende, la selección natural se ensaña con los más débiles, y es que el presupuesto de las familias se ha reducido tanto que donde antes entraban cinco libros ahora sólo dos. El medidor Nielsen que ofrece datos de venta y no de “colocación” (que son con los que se engañan los editores) revelaba hace unos días que, de la trilogía de Grey (E. L. James) ya se han vendido entre nosotros más de 625.000 ejemplares, y de Misión Olvido (María Dueñas), casi 100.000. El abanico de precios de los best sellers se abre entre los 17,90 de los libros de E. L. James (en rústica) y los 24,90 de Ken Follett (tapa dura). Con la que está cayendo y esos precios, díganme cuántos lectores se compran más de dos libros al mes. Y eso que el IVA libresco sigue congeladito. Por ahora.
Llamada
Si tuviera más confianza con él llamaría por teléfono al secretario de Estado de Cultura y le diría: “Déjelo, señor Lassalle; por favor, no siga haciendo el paripé en un (sub)ministerio ultradevaluado al que los presupuestos que dicta la ignorancia y la errática e incomprensible política de su jefe inmediato, el ministro peor valorado del Gobierno (y, si sigue así, de toda la democracia), han sepultado. No insista, don José María, regrese a la cultura, a leer a Benjamin y a Bolaño sin tener que llevarse más sofiones cada viernes, vuelva a enseñar historia de las ideas a sus alumnos, a acudir a los cines los fines de semana, a hablar con sus amigos sin necesidad de justificar cortes, recortes y exacciones que —estoy seguro— le sonrojan e incomodan. Márchese a casa, señor Lassalle, no golpee su cabeza contra el muro, no despilfarre su imagen culta y dialogante, deje que su jefe y los jefes de su jefe y los que presionan a los jefes de su jefe apechuguen con la catástrofe cultural, con la penuria bibliotecaria, con la miseria que han dejado para pagar el canon, con la piratería rampante y arrasadora, con el fiasco de la Ley de Mecenazgo, con el cine y el teatro humillados, con los museos sin resuello financiero. Váyase, hágase francés (allí el presupuesto de Cultura sólo ha bajado el 4,3%), diga adiós a todo eso, no hace falta dar un portazo, usted verá cómo. Convénzase de que, incluso con la crisis, otra política cultural sería posible si a los que deciden no les importara un pimiento. Y si, al final, se marcha, le invito a una cerveza a cambio de nada, sólo para verle la cara de alivio, mientras afuera arrecia la lluvia y la protesta y esto, señor Lassalle, “ya no hay quien lo pare”.
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