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PURO TEATRO
Columna
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Catalina de Aragón reina

Tras su gran éxito en el Globe londinense, la compañía Rakatá presenta en Madrid 'Enrique VIII' Se trata de un 'shakespeare' nunca estrenado en España En la obra brilla Elena González como Catalina de Aragón

Marcos Ordóñez
Escena de 'Enrique VIII', de William Shakespeare, con versión de José Padilla y dirección de Ernesto Arias, que se representa en los Teatros del Canal, en Madrid.
Escena de 'Enrique VIII', de William Shakespeare, con versión de José Padilla y dirección de Ernesto Arias, que se representa en los Teatros del Canal, en Madrid.Foto: Jaime Villanueva

Por qué elegiría Shakespeare escribir sobre Enrique VIII? Nunca se había acercado tanto al presente en sus crónicas históricas. El protagonista titular fue el padre de Isabel I: la reina ya había muerto cuando se estrenó la pieza, pero no parecía buena cosa agitar demasiado aquellas aguas. Aunque Enrique VIII lleva el subtítulo de All Is True (todo es verdad), Shakespeare se libra muy mucho de abordar el perfil intensamente psicótico del monarca o de sacar a relucir su larga lista de decapitaciones, echando el telón (a modo de tupido velo) tras uno de los escasos momentos más o menos felices de su mandato: la boda con Ana Bolena y el nacimiento de la futura soberana. Ese andar de puntillas parece contagiar a la escritura, muy lejos en potencia dramática de sus anteriores juegos de tronos. Hay también un extraño abocetamiento de tramas y personajes secundarios, como si Shakespeare hubiera tenido que componer la función a la carrera, o fuera consciente de que le quedaba poca mecha. Así, por ejemplo, nos importa poco que se carguen al personaje de Buckingham porque apenas hemos tenido tiempo de conocerle, y algo parecido sucede con buena parte de las agolpadas intrigas cortesanas.

Lo único que realmente nos importa, diría yo, es lo que le pasa a Catalina de Aragón. Samuel Johnson tenía muchísima razón cuando escribió que “el genio de Shakespeare entra y sale con Catalina”. Ella es el único personaje de carne y sangre, el único con auténtica grandeza, el único que sufre sin retórica. Aunque la obra lleve el nombre de Enrique, el centro emocional es la reina española, y hay que reconocer que hacen falta unas ciertas narices para eso. Por otro lado, si echó el freno a la hora de retratar al rey, también es cierto que ni su perfil ni el de Ana Bolena son excesivamente laudatorios. Él es más bruto que un badil, el taimado Wolsey se la mete doblada desde el principio (por eso se pulen a Buckingham), y en la segunda parte queda meridiano que todas las justificaciones religioso-dinástico-patrióticas para repudiar a la pobre Catalina son una simple pantalla de su encoñamiento con la joven camarera, a la que Shakespeare presenta como una trepa de manual, y bien se encarga su asistenta de subrayarlo cantándole la caña sin pelos en la lengua. En cuanto a Wolsey, el cardenal católico, estamos ante un malo de corto vuelo: un político turbio que cae porque le ciega el orgullo. Shakespeare le da una despedida sugestiva y con acentos líricos aunque no acabas de creértela: porque no le cuadra a un personaje con su trayectoria y porque esa aria final se parece demasiado a la de Buckingham. Brota la intuición de que si Enrique VIII se monta tan poco quizás sea porque, aún dándole cien vueltas a muchas piezas de corte similar, no está precisamente entre lo mejor de su autor. Sin embargo, la compañía Rakatá se decidió por ella a la hora de aceptar el envite olímpico del Globe, que este verano ha presentado las obras completas del gran Bill en montajes de 37 grupos de medio mundo. Imagino que a la hora de elegir una temática “española”, los de Rakatá solo tenían dos posibilidades: o Trabajos de amor perdidos o esta. Optaron por la vía difícil y su bravura fue recompensada: excelentes críticas en la prensa londinense, y el Globe, doy fe, a sus pies, cosas ambas que no pasan todos los días y que hay que celebrar. Ahora están en los Teatros del Canal, con el reclamo de su éxito y del estreno absoluto (juraría) del texto en España.

Ernesto Arias y José Padilla han hecho un verdadero encaje de bolillos, fusionando roles, reordenando escenas…

Ernesto Arias (director) y José Padilla (autor de la versión) han hecho un verdadero encaje de bolillos, reduciendo a dieciséis los casi cuarenta personajes del original, fusionando roles, reordenando escenas, y prescindiendo por completo de la pompa y el boato que suelen acompañar a la pieza desde finales del dieciocho, dándolo aquí a pelo, sin apenas escenografía, es decir, como en su época, con un brillante vestuario de Susana Moreno, y una no menos estupenda música de órgano a cargo de Juan Manuel Artero.

Enrique VIII llega lógicamente reducida (dos horas) pero clara, bien contada, con energía constante y a muy buen ritmo. Quien se lleva de calle la función es Elena González en el rol de Catalina. La había aplaudido en registros de comedia, pero está igualmente admirable en su vertiente dramática. Es una de esas actrices que “llama al oído” tan pronto empieza a hablar, pletórica de verdad, de poderío y de emoción. Rebosa dignidad cuando rechaza la farsa “legal” de su repudio; lanza rayos de legitimísima ira en su careo con Wolsey y Gardiner (en el Globe aplaudieron a rabiar ese mutis); y está conmovedora en su agonía, que Arias monta —buena idea de puesta— en paralelo con el bautismo de Isabel, como si se tratara de una visión alucinada. Otra inteligente yuxtaposición es la de la muerte de Buckingham, que da paso a la masque danzada donde se encontrarán el monarca y la futura reina. Fernando Gil es un joven rey arrogante, explosivo, que sabe mostrar y alternar sus vetas de ingenuidad y de retorcida malicia: podría hacer un estupendo Enrique V.

Catalina es el único personaje de carne y sangre, con auténtica grandeza, el único que sufre sin retórica

No me convenció tanto Jesús Fuente como Wolsey: es un actor con presencia, con impecable dicción, pero me parece que la villanía del cardenal queda demasiado subrayada, aunque reitero que se trata de un personaje que no permite excesivos matices. Muy bien la sobriedad irónica de Bruno Ciordia (Suffolk) y la vivacidad de Óscar de la Fuente, en un personaje que, diría, fusiona elementos del cortesano Sands y del doctor Butts. Me parecieron igualmente convincentes Alejandro Sáa (Gardiner) y Jesús Teyssere, un Kranmer inusual, a caballo entre el iluminismo y un aura de brujo medieval (al que, por cierto, Enrique VIII mandó quemar años más tarde). Muy eficaz Alejandra Mayo, la dama de Ana Bolena y de la reina, a la que han rebautizado como Beatriz. A veces la búsqueda de la energía lleva a parlamentos crispados o sobrecargados de volumen, como sucede con Buckingham (Julio Hidalgo) o Norfolk (Rodrigo Arribas).

Todavía un poco verde, lástima, Sara Moraleda en el breve papel de Ana Bolena: está mucho mejor en la escena de la seducción, bailando y encelando a Enrique, que cuando conoce las nuevas de su futuro.

No es frecuente que catorce intérpretes aborden, fuera de los teatros nacionales, un empeño semejante: bravo por ellos y por todo el equipo.

Enrique VIII, de William Shakespeare. Versión de José Padilla. Dirección de Ernesto Arias. Fundación Siglo de Oro (Rakatá). Teatros del Canal. Madrid. Hasta el 23 de septiembre.www.teatroscanal.com. www.fundacionsiglodeoro.org.

Bulevares periféricos

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