Verdad y mentira en Hopper
Unas veces nos atrae y otras nos repele. Contemplado desde un punto de vista es un genio o algo así y desde otra perspectiva puede parecer un farsante o hasta un pobre chico. Esta es la sensación, siempre ambivalente, que despierta Edward Hopper, ahora en una extensa exposición del Museo Thyssen que merece la pena visitar hasta el 16 de septiembre.
Pero ¿qué le pasa a esa pintura para resultar —o resultarnos a algunos— tan equívoca? La respuesta más inmediata y acaso certera es que se trata de una pintura tan predeterminada que roza pronto la falsedad, y tan relamida que nos atemoriza como un truco. De hecho, por momentos su artimaña de trilero llega a atraparnos y por otros su pulcra exactitud nos distancia como de un tipo vacuo. ¿Pintura de la soledad? ¿Cuadros de la desolación? ¿No serán simplemente sino emociones prefabricadas? ¿No serán ciertamente sino cuidadosos simulacros?
No se hablaría, en todo caso, de simulacros vulgares o de primer orden ni tampoco su meticulosidad profesional carecería de conocimientos bien asumidos. Pero tampoco se trataría, como él pretende en sus escritos sobre pintura, de reflejos íntimos del artista “impresionado” sino, ante todo, de efectos impulsados por el afán de causar impresión a la visita. De ahí, seguramente, que su manejo de la luz sea más numérico que pictórico o, en suma, más luminotécnico que espontáneo o humanista.
Ver padecer a las figuras de sus cuadros, siempre solas y en silencio, nos conforta
Los ardientes defensores de Hopper caen en esta fácil paradoja: los quema la frialdad de sus representaciones, se sienten “quemados” como el mismo hielo hace sentir a la piel al permanecer unos segundos sobre ella.
Consecuentemente, la visión más o menos sostenida de un cuadro de Hopper se hace prácticamente imposible. De repente, todo está ya completamente visto y hay que huir. Se halla en su superficie todo lo que hay que ver tal como si en vez de conducirnos a alguna profundidad más atractiva e interesante, los sentidos rebotaran en su superficie y lo representado no fuera otra cosa que una viñeta. Esta hipótesis explicaría el porqué el análisis de su obra, sean unos u otros los exégetas, sea tan repetidamente igual en todos.
Casi todos los cuadros de Hopper o, al menos, los que en los años veinte le dieron su máxima fama son como fotos de un tema humano minuciosamente preparado para ser retratado. O, de otro modo, son como retratos de una realidad previamente amanerada.
Amanerada la realidad al compás de una idea que busca el efectismo antes que la transmisión de un pulso creador. Y adolecen, desde este punto de vista, de tanta carencia de naturalidad como serían las interpretaciones de algunos actores dramáticos que anhelando conquistar aún más la emoción del espectador, concluyen en insoportables escenas grotescas.
Hopper es más elegante y nunca se aproxima a lo ridículo, pero no por ello sería más verdadero. De hecho, no habría una manera más directa de calificar globalmente su última producción que atribuyendo su éxito a las conmovidas reacciones del gran público.
De su pintura de caballete al supercartel de cine hay solo un par de pasos y la coincidencia de comentaristas respecto a que su pintura es como fotogramas de un filme urbano no hace sino corroborarlo.
Esto dicho, Hopper es un buen placer para los sentidos. Y cuanto más dolidos mejor. Hopper lleva la desesperanza o el duelo a la pantalla, arranca la nocturnidad de la herida humana y hace, en fin, por nosotros las veces de un sufrimiento en clave de simulacro.
Ver padecer a las figuras de Hopper, siempre solas y en silencio, nos conforta. Nos conforta tanto que de la exposición del Thyssen se sale librado como de un mal crónico y hasta evidentemente reforzado.
He aquí pues, la mejor oferta del artista norteamericano: simplifica él en sus estampas los escarpados vericuetos del amor o del dolor, para dejarnos finalmente entregas tan planas sentimentalmente como la condición de su plana arquitectura de bastidor.
Exactamente.
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