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Un líder político perdedor y fracasado

‘Áyax’, la poética tragedia de Sófocles, cierra el Festival de Mérida en un montaje clásico y respetuoso dirigido por Denis Rafter y protagonizado por José Vicente Moirón

Montaje de 'Áyax', de Sófocles
Montaje de 'Áyax', de SófoclesJero Morales (EFE)

Áyax, obra temprana de Sófocles, ha sido el montaje encargado de clausurar la 58ª edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. En él queda patente la relación entre política y tragedia, y se nos muestra un héroe casi contemporáneo, por lo que de perdedor y fracasado tiene, al tiempo que el autor lo revela como un auténtico líder político, y transeúnte por los mundos de la traición, la locura, la ira, la venganza y sobre todo la culpabilidad. El espectáculo, antibelicista y teñido de tintes clásicos, que permanecerá hasta el día 26, fue ayer en su estreno, uno de los mejores recibidos este año en la muestra. Unos 2.000 espectadores jalearon al director Denis Rafter, al protagonista José Vicente Moirón, un Áyax telúrico y lleno de fuerza, a los 25 actores restantes, así como al compositor Roque Baños, al conocido especialista en efectos especiales, Reyes Abades y a todo un equipo, mayoritariamente extremeño, que se ha atrevido con una de las obras más estudiadas y conocidas de Sófocles, pero también de las menos representadas.

El Festival solo ha representado dos veces este texto en sus 58 ediciones

Prueba de ello es que en el Festival de Teatro de Mérida, especializado en teatro grecolatino desde que lo inaugurara en 1933 la gran Margarita Xirgu, sólo ha representado dos veces este texto en sus 58 ediciones. Una en 1977 con dirección de Antonio Amengual, con un bellísima versión de Domingo Miras y otra en 2008 con dirección del estructuralista director griego Theodoros Terzopoulos, y su afamada compañía Attis Theatre, que mostró un Àyax abstracto y minimalista cuyo texto despojó hasta la extenuación para deconstruirlo con su famosa metodología escénica.

Todos recibieron merecidos elogios, ya que el montaje ha supuesto un enorme esfuerzo para una pequeña compañía privada, Teatro del Noctámbulo, que lo ha puesto en pie en coproducción con la muestre emeritense.

La sustancia por la que Áyax, el héroe de Salamina, entra en un estado de un irrefrenable deseo de venganza no es otra que la rabia que a este héroe de la guerra de Troya le produce el que la armadura de Aquiles, cuando murió, se le diera a Ulises y no a él, como correspondería. Pero es lo que tiene no contar con el favor del poder (los jefes griegos), mientras Ulises sí que lo tiene, y lo que es mejor, el favor de los dioses, sobre todo Atenea, que en este montaje emeritense se nos presenta como un auténtico zorrón, en el doble sentido: el de hetaira y el de bicho. Primero ofrece sus favores sexuales a Áyax, quien la rechaza, y después hace creer al valiente guerrero que unas reses conseguidas por los Aqueos son en realidad los reyes griegos con los que está tan cabreado. A unos lo mata a mandobles con la espada y el carnero que cree que es Ulises se lo lleva para torturarle sádicamente. Cuando se da cuenta de la broma pesada de la que ha sido víctima siente por sí mismo autocompasión, y a pesar del amor que profesa a su esposa Tecmesa y al hijo de ambos, se retira al monte para suicidarse con su espada.

El montaje ha supuesto un enorme esfuerzo para una pequeña compañía privada, Teatro del Noctámbulo

Lo que queda claro es que Àyax muere porque no soporta la idea de ser humillado, se quita la vida víctima de su propio furor, por la vergüenza y despecho por haber atacado a los rebaños, dejando inmunes a sus enemigos. Y muere pidiendo venganza, sobre todo contra Menelao, Agamenón (que quieren que su cuerpo sea pasto las aves carroñeras) y Ulises, quien a pesar de ser rival de Áyax, consigue convencerles para que se le entierre, sin prescindir de todos los honores, porque hasta los enemigos merecen ser enterrados si en vida fueron nobles. Pero realmente lo que les dice a sus pares, los jefes griegos, es que si quieren más soldados que vayan a luchar a su lado, tienen que dar honores a Áyax, porque así podrán convencer a otros nuevos soldados para que vayan a morir en unas guerras que sólo interesan al poder.

Es precisamente por esta escena, y otras similares, que el director Denis Rafter y Miguel Murillo, responsable de una versión prístina, de gran fuerza poética y respetuosa, que no han querido hacer ningún aggiornamento, ya que consideran que el texto de Sófocles ya está marcado, por sí mismo, de una gran actualidad. Rafter, que ha querido representar al viejo adivino y pedagogo Calcas, también lanza un parlamento que no parece escrito entre el 450 y 430 a.d.C. (se desconoce la fecha exacta de su escritura y primera representación): “Cuántos siglos de oscuridad tendrán que pasar hasta que volvamos a ver la luz, y cuántos ríos habrá que llenar con sangre hasta que el hombre distinga la verdad”.

Para el director, Sófocles es la esencia de la tragedia clásica: “Tanto que todas las definiciones del espíritu y el arte griego, son, ante todo, definiciones de su espíritu y de su arte. Es directo y reflexivo, lúcido y accesible”, señala Rafter quien sostiene que esta obra de Sófocles es comparable a La vida es sueño, de Calderón, o La tempestad, de Shakespeare, autor este último que este director y actor irlandés, afincado hace décadas en España, conoce profundamente.

Un amplio sector de los investigadores y la crítica acerca de Áyax ha reparado en la íntima relación existente entre tragedia y política.

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