Clases de amor y reencarnación
Jean Marc Vallé propone un complejo viaje emocional por el tiempo con ‘Café de Flore’ El último filme del director canadiense se estrena hoy en España
Con un nombre así, no debía de ser una asignatura exactamente imposible. Ni astrofísica cuántica, ni ingeniería aeroespacial. Sino, simplemente, “cine y sociedad”. Lo que, traducido en la mente del joven Jean Marc Vallé, significaba un chollo. “Habrá que ver películas y hablar de la sociedad. Está tirado”, hizo sus cálculos el (perezoso) estudiante. Sin embargo, su ecuación no tuvo en cuenta una variable. “Fue la primera vez que escuché de principio a fin. ¡El profesor tenía tanta pasión! Fue un ángel para mi vida. Pensé que quería dedicarme a eso”, cuenta Vallé. Y lo hizo. De ahí que, para saber si aquel hombre le enseñó bien, tan solo tienen que acudir al cine: hoy se estrena la última creación del director canadiense, Café de Flore.
Así se titula también una canción de jazz de antaño. Y una versión chill-out que se le ocurrió a algún dj moderno. En 2003, justo la segunda llegó a los oídos del director de C.R.A.Z.Y. Y le llevó en regalo un guion. “Pensé enseguida que allí había una película. Imaginé a una madre bailando con un niño discapacitado”, recuerda el director.
Poco a poco, ese flash borroso se hizo más nítido. Estarían en París, en los sesenta. Y el chico sufriría el síndrome de Down: “Sé lo duro que es y creo que esos niños son el símbolo del amor puro”. Desde ese trampolín, Vallé pegó un salto de medio siglo. Siguiendo el hilo conductor de la canción, llegó hasta el Montreal de hoy en día, donde viviría la otra trama de la película: el dj Antoine, sus hijas, su nueva pareja y también la antigua, que no consigue olvidarle. Añadan sueños, reencarnaciones, emociones fuertes y la notable música de Sigur Rós y Pink Floyd. ¿Entienden algo? ¿No? No se preocupen. “La verdad es que explicarlo es jodidamente complicado”, admite el propio Vallé.
Tanto que el director es consciente de que más de un espectador podría perderse por el camino. “Es un puzle. Durante un buen rato el público no entiende qué ocurre. Es un filme que te pide un esfuerzo para estar allí sentado y aceptarlo”, resume Vallé. A cuantos lo hagan el director promete “una experiencia que toca muy en profundidad”. Para los demás, en cambio, Vallé ofrece una disculpa sincera: “Muchos sostienen que la película consiste en vender la idea de la reencarnación. No es así, yo ni siquiera creo en ella, pero igual no lo he hecho tan bien o me he perdido algo”.
En el fondo, el director también propone una manera más sencilla de leer su obra: “Es una gran historia romántica que arrastra al público por un recorrido salvaje entre pasado y presente para confiar en el amor”. Para asegurarse de que su sofisticado elixir embriagaría a los espectadores, Vallé lo probó en primera persona. “Hice esta película para seguir creyendo en el amor”, remata el director. Si funcionó, fue hasta cierto punto. Así que al subtítulo del filme “¿existen las almas gemelas?” Vallé responde con un “me gustaría creerlo”.
“Una vez tuve el amor. Luego lo perdí, y no me volvió a ocurrir. Es difícil tener algo mejor en la vida pero es raro de encontrar”, detalla su nostalgia Vallé. Y eso que la decisión fue suya. Aunque, según cuenta, no le quedaba más remedio: “Me separé de mi mujer. Rompí mi familia. No es lo que esperas para tus hijos, querrías mostrarles un gran ejemplo de pareja. Pero tenía que hacerlo, si no me habría sentido un miserable”. Una teoría que queda reflejada en la moraleja de Café de Flore: “Si ha terminado, hay que aprender a dejar que el amor se vaya”.
Una lección para el espectador. Aunque no la única. El director canadiense reivindica que el cine puede cambiar la existencia de las personas: “Un filme puede hacer que salgas de la sala, tras ser testigo durante dos horas, y quieras actuar, hacer algo con tu vida, decidir que ha llegado tu turno”. Y lo dice porque a él le pasa. Por ejemplo, con Un profeta, el drama sobre cárcel y racismo de Jacques Audiard: “Hay películas, como esa, que me hacen querer hacer películas. Te muestra de qué somos capaces los hombres, te lleva a confiar en el alma humana. Y eso que retrata más bien el infierno”.
Por algo parecido debió de pasar Vallé hace no mucho. Su madre falleció durante el rodaje del filme. Por eso, Café de Flore lleva la huella de la señora Jacqueline: en la dedicatoria final, y en un personaje que luce su nombre y su manera de ser. “Tal vez fuera hipercariñosa, hiperprotectora. Pero fue una gran madre”, asegura Vallé. Antes de que muriera, el hijo llegó a contarle la trama del filme. Y le gustó. Lamentablemente no pudo ver la película finiquitada. Aunque tal vez algún día lo haga. En otra vida, en otra persona. Ya saben cómo es eso de la reencarnación: hace falta un esfuerzo, para aceptarla.
Babelia
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