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OBITUARIO

El bandolero que robaba corazones

Tenía un vozarrón, una presencia y una fuerza descomunales: parecía inmortal

El actor Sancho Gracia en una imagen de 1999.
El actor Sancho Gracia en una imagen de 1999. GORKA LEJARCEGI

Parecía inmortal. Cuando su buen amigo Enrique V. Iglesias, secretario general iberoamericano (los dos españoles, los dos uruguayos), supo de su enfermedad, comentó socarrón: “¡No saben bien esos pobres bichitos del cáncer dónde se han metido!”.

Y es que tenía una presencia, un vozarrón y una fuerza descomunales. Sí, parecía inmortal.

Unos le llamaban Félix. Otros, Sancho. Hubo incluso una mujer que se le acercó en un bar para pedirle un autógrafo y se dirigió a él como “don Francisco” porque, según dijo, le daba vergüenza llamarle Curro… Esto me lo contó, divertido, Juan Rueda, otro gran amigo suyo de RTVE.

Yo le llamé Bandolero durante los muchos años en que fuimos inseparables. Pero no por la serie Curro Jiménez, sino porque Félix Sancho Gracia fue un tipo que asaltaba a la gente por los caminos de la vida para robarle el corazón.

Quienes hemos tenido el privilegio de contar con buenos amigos, incluso con muy buenos amigos, sabemos que los de verdad imprescindibles —parafraseo a Bertolt Brecht— se cuentan con los dedos de una mano. Y si son cinco es que uno ha nacido con mucha, mucha suerte.

El Bandolero fue, para mí, un amigo imprescindible. No pasaba una semana sin que nos habláramos por teléfono. No pasaba un mes sin que nos viéramos dos o tres veces. Nos juntábamos en el Café Gijón. Allí, tan cerca de la estatua de Valle-Inclán, lo escuchaba como si él fuera Max Estrella mientras yo jugaba (solo jugaba, claro) a ser su Don Latino de Hispalis.

Íbamos al teatro con Miguel Narros y con Celestino Aranda. Íbamos a los toros, a Barcelona, con Juan Magdaleno, para seguir a José Tomás. Íbamos a buscar patrocinadores, con José María Morales, para hacer la colección de películas sobre los libertadores de América. Íbamos a San Sebastián, al festival de cine, y yo lo veía por la calle buscando una esquina para vomitar. Fueron muchos años de lucha contra el cáncer. Pero no faltaba a ninguna cita. No dejaba de subirse a las tablas (¡qué papelón en La cena de los generales!). Tampoco de actuar en el cine (¡qué actorazo, la cabeza rapada por la maldita quimioterapia, en Entre lobos!).

Siempre estaba ahí. Y siempre de pie.

El Bandolero me fue contando su vida a través de terceros. Porque lo que más le gustaba era hablar, y con qué cariño, de sus amigos. Eran incontables, pero recordaba mucho a los que se fueron antes que él: Jorge Semprún, Javier Pradera, Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez, Rafa Azcona… Juntos se bebieron la vida trago a trago. Mucha juerga, sí. Pero todos fueron brillantes porque tenían talento y, sobre todo, porque trabajaron como cabrones.

Sin embargo, el Bandolero guardó su mayor cariño, dedicó su atención más profunda, a su propia familia. Había que verle con su madre, que falleció hace apenas dos años, ya muy mayor. Había que verle con su mujer, Noelia; con sus hijos, Rodolfo, Félix y Rodrigo; con su hermana Lucía. Todos a su alrededor, porque de todos se ocupó hasta el final.

La familia, los amigos, el cine, el teatro, la poesía. La sonrisa abierta, el abrazo cálido. Era un gran tipo. Como tanta gente en el mundo, ya he perdido a algunos de mis buenos amigos. Y los he tenido muy presentes desde que fallecieron. Este es el primer imprescindible que se me va. Sé que me rondará por ahí, en esos rincones de la cabeza y del corazón donde se agolpan los grandes recuerdos de la vida. Por eso, para muchos de quienes lo quisimos, es inmortal.

Miguel Hernández, el poeta que tanto le gustaba, me permitirá esta licencia:

A las aladas almas de las rosas de almendro de nata te requiero,

Que tenemos que hablar de muchas cosas, Bandolero del alma, Bandolero.

Fernando Pajares es periodista.

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