Una autoafirmación pelirroja
La última producción Pixar es la mejor película animada de este verano La mecánica narrativa se centra en el pulso materno-filial
Hay películas que parecen condenadas, de nacimiento, al juicio tan injusto como automático, regido por la pereza crítica y esas ideas recibidas que pocos deciden poner en cuarentena hasta que el metraje hable por sí mismo. Es el caso de Brave, la última producción Pixar, dirigida por Brenda Chapman (que fue alma y origen del proyecto), Mark Andrews y Steve Purcell (que fueron los directores sustitutos cuando la compañía emprendió uno de sus proverbiales –y discutibles- golpes de timón). Es muy probable que, en estos días, ustedes lean que Brave es una película decepcionante en el catálogo de Pixar: que es un intento frustrante de emular la mecánica disneyana –sub-sección Princesas Disney- por parte de la productora que, precisamente, había llevado a otra dimensión de sutileza, vocación adulta y complejidad el legado del maestro Walt.
También existe un alto porcentaje de posibilidades de que ustedes lean –o escuchen- multitud de enmiendas referidas al guión. Un consejo: desconfíen de todo ello. Para empezar: lo que ha convertido a Pixar en Pixar –es decir, un capítulo insoslayable en la larga y heterogénea historia del cine animado- no han sido nunca sus (brillantes) guiones. Lo que explica la excelencia de Pixar es, precisamente, su poética estética. O, en otras palabras, su animación: su capacidad de inventar lenguaje, sofisticarlo y desarrollar todo su potencial para la elocuencia. Bajo ese punto de vista, ni Cars (2006), ni Cars 2 (2011) han sido el fracaso que ha quedado más o menos fijado entre la opinión pública, sino asombrosos triunfos que, de hecho, (casi) nadie se tomó la molestia de calibrar.
Con su imaginativo juego de caracterización capilar, Brave no está demasiado lejos de la (notable) Enredados (2010): ambas parecen jugar en la misma liga, aunque la flamante producción Pixar se obsesiona en marcar las distancias con el conservadurismo disneyano a través de un climático discurso de emancipación. La mecánica narrativa, con el conflicto materno-filial funcionando como eco de tantos choques paterno-filiales usados como motor de recientes tramas animadas, puede sonar reiterativa, pero Brave es una obra excepcional: no sólo la mejor película animada de este verano, sino un interesante juego de reajuste del clásico cuento con princesa, sublimado por su virtuoso manejo del lenguaje animado y su concienzuda aplicación del potencial de síntesis narrativa de la escritura cinematográfica.
Como en su día ocurrió con Lilo y Stitch (2002), hay algo en Brave que delata el mimo, la implicación y el cuidado por el detalle del proyecto personal de un solo animador –allí Chris Sanders, aquí Brenda Chapman-. Guiños al Miyazaki panteísta –esos fuegos fatuos- se dan la mano con ecos de la mejor historieta europea en el relato de esta princesa dispuesta a conquistar su independencia tras librar un pulso con la autoridad materna y la tradición de su pueblo. Esa discusión con la madre que el montaje paralelo construye como diálogo imposible o las estudiadas elipsis que marcan la salida del castillo antes del clímax final dan la medida del dominio de la narración cinematográfica –de ese saber contar en imágenes- que ejercita tan a fondo Brave. Por otra parte, la feminización de los movimientos de la osa/madre, capaz de pasar de la delicadeza a la furia animal en un segundo, contiene la esencia del gran arte animado. Con un poderoso clímax final y un sostenido control de los registros de la comedia, Brave es el tipo de película que, en un mundo ideal, en lugar de ser reprendida por su sustrato clásico, sería celebrada por su firme capacidad de innovación.
Brave
Dirección: Brenda Chapman, Mark Andrews y Steve Purcell. Animación.
Género: Fantasía. Estados Unidos, 2012.
Duración: 100 minutos.
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