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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un artista del odio

Incluso los más acendrados admiradores de Gore Vidal reconocían que se le daba mejor hablar que escribir, y cuando se trataba de lo segundo, era mucho mejor ensayista literario y comentarista político que novelista.

De su ingente y variada producción lo más interesante son sus escritos autobiográficos, ya que nada se le daba mejor que hablar de sí mismo. Por detrás, una mirada acusadora que resaltaba los terribles defectos de una época y una nación. Sus mejores títulos de ficción no resisten una lectura de principio a fin, ni siquiera en los momentos más logrados, como Juliano, el Apóstata (1964), generalmente considerada su mejor novela. No era buen novelista, por una razón muy sencilla: carecía de la generosidad y la grandeza de alma inherentes a la construcción de mundos de ficción. Se diagnosticó mejor que nadie cuando afirmó: “El amor no es lo mío. En el fondo soy un propagandista con una capacidad tremenda para el odio”.

Dotado como pocos para la sátira política, sus ataques hacia la clase gobernante eran lúcidos y descarnados

Radiografió, también mejor que nadie, el declive del Imperio Americano, aunque tampoco han resistido el paso del tiempo los libros en los que intenta llevar a cabo análisis históricos rigurosos, como es el caso de Lincoln (2000). Su fuerza residía en las formas menores. “Carecía de inconsciente”, dijo con gran acierto de él su amigo Italo Calvino. Tuvo admiradores de postín, entre ellos, Christopher Isherwood, Anaïs Nin, y Tennessee Williams, pero eran infinitamente más interesantes sus peleas a muerte con enemigos tan formidables como Truman Capote o Norman Mailer (este último le llegó a propinar un cabezazo durante un debate televisado en directo). Prosista inteligente y elegante, pero sobre todo maligno maledicente y dotado de un sentido del humor escalofriantemente salvaje, el mejor Gore Vidal era el que atisbaba deficiencias e imperfecciones, ya fuera en los demás o en su propio país.

Dotado como pocos para la sátira política, sus ataques hacia la clase gobernante eran lúcidos y descarnados. Conforme al dictum de Calvino, no se guardaba nada. Incapaz de dejar títere con cabeza, proclamaba a voces opiniones que levantaban ampollas en los círculos del poder: sobre la actitud de Estados Unidos en Palestina, sobre los atentados del 11 de septiembre, sobre Tim McVeigh, el terrorista de Oklahoma, condenado a muerte y ejecutado, sobre el New York Times. Viendo en él a un artista del odio, un crítico dividió su obra en tres categorías, en función de cuál fuera el objeto de su saña: la civilización occidental, cuyo gran error había sido borrar la lección del paganismo, la corrupción y las trampas de la política norteamericana, y el imperio del populismo en la cultura.

Tal vez no fuera un gran novelista, ni siquiera un gran escritor, pero fue, a su manera, un gigante de las letras, y al ser tan radicalmente fiel a sí mismo, lo fue al más difícil de los ideales: el de la verdad. Su desaparición deja un vacío insustituible.

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