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Con ustedes, al piano, el doctor House

Hugh Laurie aparca el personaje que le hizo célebre y visita España con su banda

Toni García
Hugh Laurie, durante su actuación con la Copper Bottom Band en Barcelona.
Hugh Laurie, durante su actuación con la Copper Bottom Band en Barcelona. GIANLUCA BATTISTA

Antes de apoyarse en el bastón del doctor Gregory House para mover el mundo, solo un puñado de teleadictos (de la rama anglófila más concretamente) hubieran podido identificar a Hugh Laurie (1959, Oxford), ese actor convertido en celebridad mundial por la vía catódica que un buen día decidió lanzarse a los estudios y a los escenarios para hacer música. El exretorcido House, ya rescatado su otro yo, el de Hugh Laurie a secas, ofreció ayer en Barcelona uno de los conciertos de la gira de presentación de su primer disco, Let them talk.

Laurie, un tipo educado en Cambridge, hijo de un medallista olímpico, deportista de primera clase que tuvo que abandonar el remo por problemas médicos, escogió el arte dramático en su versión más festiva y se unió al Cambridge Footlights Club. El Footlights, conocido por ser una cantera inagotable de cómicos del país, descubrió en la anatomía de aquel señor larguirucho y con voz de whisky de malta a un creador de gags de intelecto privilegiado.

Allí mismo fue donde Laurie conoció a Stephen Fry, otro actor de labia irreductible y retórica combativa. Los dos se propusieron sacar la cabeza del panorama humorístico de las islas con sus (des)encuentros en forma de sketch tanto en Alfresco, donde se juntaba con talentos del nivel de Ben Elton o Robbie Coltrane, como en A bit of Fry and Laurie, un show que se mantuvo en antena ocho temporadas. Naturalmente, los que tengan buena memoria tampoco podrán olvidar a este actor superlativo en La víbora negra, aquella serie donde nuestro héroe daba vida al príncipe regente, al sheriff, al bufón o a quien hiciera falta (hablando en un plano puramente metafórico) y donde hizo migas con, ni más ni menos, Rowan Atkinson, alias el futuro Mr. Bean.

En 2004 arrancaba en la parrilla estadounidense House, un folletín con excusa médica sobre una especie de Sherlock Holmes

Sin embargo, y paradójicamente, no fue su inmenso talento como comediante lo que le abrió las puertas de la gloria sino una serie donde reír, lo que se dice reír, le iba a tocar más bien poco. En 2004 arrancaba en la parrilla estadounidense House, un folletín con excusa médica sobre una especie de Sherlock Holmes con estetoscopio cuya amargura solo es superada por su inteligencia. Su creador, David Shore, vio en él al hombre perfecto para llevar del papel hasta el plano físico a aquel facultativo con rasgos de genio dispuesto a robar, mentir, intrigar y manipular con tal de lograr que se hiciera lo que a él le diera la gana: el médico al que estrangularíamos con nuestras propias manos si algún día se atreviera a cruzarse en el camino de nuestros seres queridos.

Así que Laurie escondió su acento de Oxford bajo unas cuantas capas de cinismo, se calzó las zapatillas deportivas, se agarró al bastón con una mano, al Vicodin con la otra y se metió al público de medio mundo en el bolsillo con un par de maldades y esa oratoria que hubiera llevado al suicidio a Dave Carnegie. Con la sangre más ácida que los xenomorfos de Alien y flanqueado por Wilson (su particular doctor Watson pero con una marcada vocación masoquista), el doctor House alienó al mundo hasta extremos insospechados: 81 millones de espectadores en 66 países distintos fueron testigos de la particular manera de perpetrar la medicina que tenía aquel elemento al que el propio Hipócrates no hubiera tenido inconveniente en correr a gorrazos por la Antigua Grecia.

Pero 176 capítulos después y ocho temporadas mediante, con más damnificados que la guerra de Vietnam, David Shore decidió que ya era hora de bajar la persiana. Seguramente también Laurie, que estaba ya harto de estar a 8000 kilómetros de su familia y de que la gente le pidiera diagnósticos en los restaurantes, puso un mucho de su parte. No solo eso. El actor británico (ahora mismo con dos películas en la agenda, una de ellas el remake de Robocop) decidió que por un tiempo cambiaría de profesión y se dedicaría a explotar su otra gran pasión: la música. Dicho y hecho, la división musical de Warner Brothers firmó un contrato con Laurie y este pidió la luna, no en dinero sino en especies: tener al legendario productor Joe Henry (entre cuyos clientes se cuentan John Doe, Solomon Burke, Lisa Hannigan, Jacob Dylan o Madonna, entre muchos otros), al rey del vudú (versión melómana) Doctor John, a la cantante de Nueva Orleans Irma Thomas y toda una ristra de músicos con una lista de servicios bajo el brazo más larga que Los hermanos Karamazov. Warner acabó diciendo sí a todo.

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Poco después de las nueve de la noche aparecía en el Arteria del Paralelo barcelonés (esta noche actuará en Madrid y el domingo lo hará en Marbella) el hombre antes conocido como Gregory House: lucía una camisa roja y negra de rosas bordadas que le hubiera parecido una afrenta al propio Hank Williams. Un “buenas noches” acompañado de una parrafada para lamentar no saber decir nada más en español; un trago a su chupito de whisky en vaso decorado con el escudo del Barça; y un par de reverencias al personal y el local se vino abajo. Es lo que tiene un tipo como Hugh Laurie, cuyo encanto y carisma es indiscutible. Después, con la concurrencia luciendo sonrisa de oreja a oreja (un milagro tal como están las cosas) una canción de Leadbelly, otra de Jimmy Rogers, un montón de versiones para que se lucieran sus músicos (seis, si incluimos a la solista que le acompañaba) y un puñado de historias con acento inglés sobre la vigencia de los ritmos sureños. La música, digámoslo todo, era lo de menos: Laurie vino a triunfar y –por si alguien lo dudaba– lo hizo.

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