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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El cantante actúa y el actor canta

Diego A. Manrique

Lo llaman la maldición del envidioso: “La hierba del vecino siempre luce más verde”. O puede que responda a esa peligrosa sensación de omnipotencia de la superestrella: si he triunfado en lo mío, puedo repetir la jugada en lo que me apetezca. El impulso del cambio funciona en las dos direcciones: hemos visto en demasiadas ocasiones como las figuras del pop lo tiran todo por la borda si surge una oportunidad de trabajar en el cine; al otro lado, los actores se apuntan a cantar y grabar a la mínima ocasión. Para ellos, tiene pleno sentido el pluriempleo: frente al tedioso proceso de elaborar una película, la música ofrece satisfacciones más rápidas; un disquito o una gira pueden rellenar los tiempos muertos entre un rodaje y otro. Y se podría añadir que, por lo menos durante algunas décadas, el rol de rock star tuvo mayor caché cultural.

Las discográficas tienden a fichar a cualquiera que ya goza de un nombre en el cine o en la televisión. Otro asunto es dar contenido a esa afición. En Francia, contaban con el prodigioso Serge Gainsbourg, maestro en confeccionar repertorio a medida para Brigitte Bardot, Ana Karina, Catherine Deneuve, Isabelle Adjani o su querida Jane Birkin. En el viejo Hollywood se esperaba de los actores que fueran capaces de cantar y algunos se permitieron curiosas aventuras, como la incursión del gran Robert Mitchum en el calipso caribeño. Los símbolos sexuales del calibre de Marilyn Monroe, Jayne Mansfield o Diana Dors grababan discos ad hoc.

Hoy, contratar a un actor ya instalado conlleva ciertos riesgos: un Hugh Laurie puede gastarse un presupuesto serio en trabajar con la crema del rhythm and blues de Nueva Orleans pero se resiste a hacer promoción, con lo que todo el proyecto adquiere cierto aire de capricho de famoso. Let them talk ha sido un éxito en algunos países pero, según Warner, sus ventas pudieron multiplicarse. No conviene, sin embargo, minusvalorar el poder de unas caras famosas vendiendo música potente: los cómicos John Belushi y Dan Aykroyd relanzaron el soul de los sesenta. El de los Blues Brothers fue un caso extraordinario. Normalmente, fuera de la curiosidad inicial, los actores que cantan no se comen un colín. Piensen en Kevin Costner, Jamie Foxx, Russell Crowe, Billy Bob Thornton, Eddie Murphy, Bruce Willis... algunos de sus discos han hecho ruido pero nada comparable a los números uno de Lee Marvin o Richard Harris en los sesenta.

Pero el mundo de la música desconfía de los intrusos. Por cada Juliette Lewis que parece tomarse tremendamente en serio su papel de rock chick, hay un humorista tipo Jack Black dispuesto a reírse de todo el circo. En general, se sospecha que los actores tienen más tablas que sentimiento. Aparte, no sufren demasiado por su arte. Aunque también aquí hay grados: no tiene la misma acogida una distraída Scarlett Johansson que aterriza en la música de manera imperial —con la bendición de David Bowie— que Zooey Deschanel, aparentemente más implicada con el proyecto She and Him, muy segura en su amor por el pop sesentero. Se tolera, eso sí, a los que tienen pasiones esotéricas: Steve Martin, dominador del banjo, o Joe Pesci, amante del jazz vocal. Sin pasarse, desde luego: intimida un Kevin Spacey, capaz de cantarse todo el repertorio de Bobby Darin para su película Beyond the sea.

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