El secreto
Anagrama ha tenido, albricias, una buena idea: juntar Madrid 1987, la película y el guion de David Trueba, en un pack. Me perdí la película en su día, como tantos, porque está decretado que todo ha de durar poquísimo; la vi anteayer, y leí luego el texto. Estupenda película, mucho más radical que el 90% de las que se estrenan, pero con la suprema elegancia de no presentarse con túnicas experimentales, aunque podría hacerlo. Y formidable texto, que hace pensar, por tono, por temas y cadencias, en una novela corta del Philip Roth maduro o en una inédita pieza “de cámara” de Tom Stoppard (por cierto, ya iría siendo hora de que David Trueba escribiera teatro). Película, pues, arriesgada, atípica: por su escenario prácticamente único, por su forma conversacional, y por la desnudez, en todos los sentidos, de sus protagonistas: un cuerpo viejo, “por el que ya asoma el cadáver”, y un cuerpo joven, espléndido, ya en brazos del futuro; dos personajes que saldrán de su encuentro habiendo aprendido cada uno algo del otro. Y porque, loados sean los dioses, aquí se habla de arte y de vida.
Madrid 1987 es una película muy francesa y muy española, a caballo, por así decirlo, entre Rohmer y Garci: de Rohmer (o de Eustache) toma la austeridad y el texto férreamente escrito pero que parece improvisado; con Garci coincide en la sentenciosidad y la pasión literaria del articulista Miguel Batalla: el relato no está lejos de los amores tardíos de Historia de un beso, y el personaje parece la continuación desencantada del locutor de Solos en la madrugada, que también interpretó Sacristán. Veo (y oigo: ¡qué placer!) al extraordinario Sacristán, y en su personaje de ahora, que “ha dejado todo para septiembre”, veo a aquel locutor apasionado, y también al escritor amargo de Roma de Aristaráin: en la cara y el cuerpo y la voz de un gran actor todo es eco, y vida vivida, y memoria adensada. María Valverde está igualmente formidable: no es cosa fácil dar la réplica con ojos y silencios ante el imparable flujo verbal de su antagonista, hasta ese momento magistral en el que toma plenamente la palabra y desmonta sus esquemas con cuatro frases tan sabias como contundentes. David Trueba nos convence de que Miguel Batalla, ese columnista que es muchos pero sobre todo, a mis ojos, el Umbral de Los amores diurnos, solo puede ser así, solo puede hablar así, porque durante el primer tercio es pura representación pero también porque, en esencia, habla como escribe, verbófago porque no tiene un papel a mano, porque “se está escribiendo encima”, carne de papel, carne literaria; cuajado de defectos, cínico, resabiado, machista, encantado de escucharse, pero escritor por encima de todo. Nunca había visto en una película a un escritor realmente en acción, componiendo, construyendo, y ahí está ese maravilloso momento, casi la respuesta española a Le camion, de la Duras, en que Miguel hace ver a la muchacha (y a nosotros) una película sobre la pantalla imaginaria de una pared de azulejos, metáfora lúgubremente perfecta de los bastos que pintan para nuestro cine, pero también lección magistral de cómo nace y crece un relato y de su sentido último: para entretener a la muchacha y para, como cantó Kris Kristofferson, ayudarla a pasar la noche.
Escritor y maestro, siempre atento al detalle significativo, a esos ojos descritos como charcos profundos, a detectar y extraer la vida en esa secuencia de Touchez pas au grisbi, del gran Jacques Becker (y de Albert Simonin, no hay que olvidarlo), en que Jean Gabin y René Dary comen queso y beben vino como dos viejos cowboys junto al fuego. O a revelar de repente (Miguel y Trueba, tampoco hay que olvidarlo), dejándolo caer como otro mot d’esprit, el viejo, inmemorial secreto: “¿Por qué os empeñáis en preguntar cómo se escribe un artículo, cómo se hace una novela? Creéis que el secreto está en alguna fórmula que podéis robar con media hora de preguntas. Y no, el secreto de esto está en dejarse la vida en ello”.
Babelia
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