El relativismo es bello
Es necesario desacralizar el espacio público y devolver sus verdades a una deliberación racional
Si la figura de Juan el Bautista —vox clamantis in deserto— produjo fortísima conmoción entre los judíos piadosos de su época se debió a que con él, tras largos siglos de silencio, parecía haber regresado a Israel el espíritu de Dios. La profecía había abundado antes, durante e inmediatamente después de la deportación de los judíos a Babilonia (siglo VI antes de Cristo), pero en una etapa más tardía se había apagado la llama de esa inspiración y había sido reemplazada por un legalismo casuístico. El profeta genuino no se caracteriza por pronosticar el futuro, como de ordinario se cree, sino por la denuncia de los abusos y las corruptelas de los poderosos. El poder ambiciona siempre obtener obediencia y, como tiende a expandirse y ocupar todo espacio disponible, su pretensión última es hacerse poder absoluto y conseguir una sumisión también absoluta. El mayor refinamiento del poder, su auténtica obra maestra, se consuma cuando logra suscitar en sus súbditos no ya obediencia, sino sincero amor, el edificante espectáculo de los siervos enamorados de sus cadenas y mirando con arrobo a sus carceleros. Para ese propósito, nada mejor que inventarse un mito legitimador que habilite al poder para reducir a los ciudadanos al estado de menores de edad y a tutelar sus vidas como si estuvieran incapacitados para administrarse a sí propios.
La función de esos dichos mitos políticos es convertir lo público en un espacio sagrado y hacer que las leyes no solo reglamenten la libertad exterior de las personas, sino que sus mandatos vinculen también a sus conciencias, e inversamente, que los incumplimientos de las leyes, además de merecer castigo jurídico, sean reputados adicionalmente profanación, sacrilegio o herejía. Por supuesto, el poder ha utilizado explícitamente la coartada religiosa para el sometimiento político, pero incluso ahora, en una época secularizada, bien establecida la separación entre los ámbitos civiles y religioso, cunde la sacralización de lo público. Yo, que me considero un hombre religioso, estoy totalmente a salvo de esa supuesta “nostalgia de lo absoluto” que los críticos del relativismo imaginan en la naturaleza humana; es más, estimo que nada hay más nefasto para la convivencia que ese absolutismo que diviniza y, por tanto, expulsa de la discusión determinadas verdades que advienen desde ese momento intangibles. Como escribiera Pseudo-Dioniso, uno de los grandes de la llamada teología negativa o apofántica, si crees saber lo que es Dios, es que no es Dios. Por consiguiente, nada más oportuno que el retorno de un cierto don de profecía a este Occidente rutinizado. No invoco a un profeta que nos augure un porvenir terrorífico —de esos tenemos en abundancia y la mayoría trabaja en los medios de comunicación—, sino a uno que clame con potente voz contra la idolatría que nos imponen los poderosos de este mundo para sojuzgarnos y nos recuerde que no es Dios aquello a lo que adoramos y rendimos culto: las mercancías, los Estados, incluso la cultura. En su Novum organum (1620), Francis Bacon puso las bases de una instauratio magna que tenía como presupuesto el derrumbamiento de los ídolos que nos tiranizan, siendo el primero de ellos los idola tribus, aquellos inherentes a la condición humana que tan sabiamente usan a su conveniencia quienes desean ser obedecidos. Voz profética será hoy aquella que desacralice el espacio público, desdivinice los principios que lo constituyen, devuelva sus verdades a una deliberación racional y, en todo lo atañedero a la vida colectiva, propicie un sano relativismo. Porque el relativismo es bello, me atrevería a decir emulando el célebre eslogan de un modisto español.
No puede ser casual que el triunfo del denostado relativismo en Occidente coincida cronológicamente con la entronización social de la paz como bien supremo y con la consolidación contemporánea de la democracia. A los integrismos —partidarios de las verdades últimas y necesarias— subyace siempre alguna forma de elitismo autoritario. Las democracias, en cambio, se edifican sobre el suelo firme de las verdades penúltimas y contingentes, y su éxito consiste en equilibrar el carácter incondicional de la dignidad de los individuos con la pluralidad de sus intereses, los cuales, al ser muchos y diversos, mutuamente se relativizan. Suele argüirse que el relativismo conduce a un nihilismo del todo vale, pero esto no es cierto. Que todo lo humano sea histórico y provisional no implica que la moralidad se diluya en una multiplicidad infinita de posibilidades de igual valor y mérito. Al contrario, la historia muestra que en el curso de milenios el hombre ha sido capaz de alumbrar un número escaso y manejable de ideales morales y es el relativismo precisamente el que permite comparar a posteriori entre esas diferentes opciones en pugna y, a la vista de tal confrontación, acordar entre todos qué es lo bueno, lo noble y lo justo para nosotros. Solo si concedemos a las ideas un peso relativo nos está permitido discutir sobre ellas, juzgarlas, revisarlas y, en su caso, rechazarlas, de manera que el relativismo es la condición de posibilidad de una conciencia crítica, prerrequisito a su vez de la deseable emancipación ciudadana.
Necesitamos, pues, un profeta que nos recuerde a cada instante algo tan sencillo como que lo humano es humano y no divino. El remedio más recomendado contra la idolatría —y, en este sentido, de una eficacia profética punzante y sin parangón— es, a mi juicio, el sentido del humor, que desdramatiza cualquier pretensión humana excesiva (hybris): por eso lo detestan los totalitarismos de toda laya y se apresuran a perseguirlo. Ahora bien, como el profeta, por lo habitual, declara sus denuncias de una forma demasiado insolente y áspera, el importuno suele pagar el atrevimiento con la muerte. Eso le pasó al pobre Juan el Bautista, cuya cabeza fue rebanada por Herodes a instancias de la lúbrica Salomé. Me dicen que en un lugar de Asturias se venera la pequeña cabeza de Juan el Bautista, niño. Pena que no pudiéramos conseguir la del profeta ya adulto, con sus melenas hirsutas y barbas severas.
El mayor refinamiento del poder, su obra maestra, se consuma cuando logra suscitar en sus súbditos sincero amor
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