Arroyo desmitifica ‘El cordero místico’
El artista expone en el Prado una interpretación muy personal de Van Eyck Ha redefinido los personajes entre los que figuran Van Gogh, Marx, Freud, Franco...
Cuenta Eduardo Arroyo que en su pintura y en sus escritos pugnan una identidad y una conciencia duales, una bifocalidad, “una mezcla de drama y opereta a partes iguales”. Quizá esa dualidad, ese pensamiento paradójico en busca de verdades que lo son por el mero hecho de pertenecer a cada cual con ánimo contradictorio, se encuentre la auténtica mística de nuestros días. El misterio sin resolver… No de Dios, que eso ya a estas alturas no tiene remedio, sino de nuestro mundo o incluso de nosotros mismos.
Nosotros ante la mera e inaprensible conciencia, nosotros ante la historia, nosotros ante el todo y la nada. Jan van Eyck, en teoría, lo tuvo más fácil. Pero no por ello huía del riesgo, ni de la espectacularidad, como hizo con El cordero místico, el políptico que reposa en la catedral de San Bavón (Gante), pintado en 1432. Aquello fue, como han comentado algunos, la invención de la pintura al óleo, cuyos 24 paneles constituyen la obra flamenca de mayores dimensiones. Y aquello ha sido lo que en diferentes viajes ha fascinado tanto a Arroyo como para reinterpretarlo y exponerlo a partir del miércoles en el Museo del Prado de Madrid.
Como buen artista, hijo de la tradición, bien para reinventarla o reventarla, Arroyo ha querido esbozar su propio cordero místico pero fiel a sus principios. Lo paradójico, ante todo y de partida formal. “Por eso he decidido dibujarlo”. Primer homenaje: dibujar al gran primer exponente de la pintura al óleo. Segundo homenaje: redefinir los personajes. “De la pintura de Van Eyck era lo que más me fascinaba, aparte del delirio espiritual, de la idealización de un mundo en que el hombre se hace paisaje, fluido, intemporal…”. Paradisíaco, con sus héroes, sus cruzados, sus mecenas, sus demonios.
Pero la carne de la mística gótica difiere algo de la carne posmoderna de nuestros días. Así que, sin ánimo de ofender, Arroyo ha acercado en su “pastiche”, como él lo define, la obligada espiritualidad de aquellos tiempos a la sagrada materialidad de los nuestros. Si Van Eyck dedicó algunas tablas a sus mecenas, el banquero Joos Vyd y su esposa Isabelle Borluut, el pintor ha incluido a John Foster Kane —amor por el cine de Orson Welles, “la mayor representación del poder que se me ocurre”— y a Peggy Guggenheim, de rodillas, muy pía, pero con sus gafas de pasta que le daban ese aspecto tan cool.
Y en vez de ángeles, arcángeles y pastorcillos, desfilan por su retablo héroes de la cultura como Van Gohg u Oscar Wilde. O exiliados como Casanova, Marx, Freud, Stefan Zweig, Walter Benjamin, referentes, recurrentes, comeconciencias y obsesiones constantes de Arroyo. Pero también hay hueco para las Golden Girls o para una virgen que lee el Ulises de Joyce estupefacta. ¿Lo entenderá? Y además, en lugar de diablos y criaturas del averno, Arroyo ha convocado a grandes sátrapas: de Franco —esta definición no cuadraría en el diccionario biográfico de la Academia de la Historia— a Pol Pot, Mussolini, Pinochet, Stalin, Hitler, Mobutu y Fidel Castro…
Así como hormigón, metales y cristales propicios para el espejismo en vez de bosques ordenados y frescas llanuras. “En mi retablo queda el paisaje de Madrid, las torres de la plaza de Castilla o la Puerta de Alcalá”.
Hay dos razones por las cuales uno se planta a pintar un cuadro: “Por encargo o porque sí”. El primero siempre se agradece. El segundo es más complejo. Es el reto, la autoexigencia, la llamada de no se sabe dónde. Ha sido el caso de este cordero místico de Arroyo. “Tres años de trabajo angustiosos”, comenta. Y siempre, desde hace algún tiempo, una pregunta machacona e inquietante en el fondo de su soledad ante el lienzo: “¿Cuántos cuadros me quedarán por pintar?”.
Este queda listo. “Y una vez lo vean ya no será mío”. Como ocurrió con otras interpretaciones libres que Arroyo ha llevado a cabo. Fue el caso de Noche de ronda, de Rembrandt, “un cuadro que tuvieron que amputar para meterle por la puerta de un museo”, dice. En dicha obra encontró Arroyo la posibilidad de plasmar el futuro y las vidas transformadas que para él y para tantos millones de personas suponía la muerte de Franco. “No sabía qué, pero algo iba a cambiar en mí”. Son los avatares que enfrentan las vidas comunes y ordinarias a la verdad de los hechos colectivos. “En mi pintura necesito situarme ante la historia”.
¿Y el cordero? “Ay, vaya, no pensé que fueras a hacerme esta pregunta”... No lo ha metido. “Pues porque no. No me daba la gana”, comenta el artista. No hacía falta. En su lugar ha introducido moscas. Quizás porque la mística envolvente del sacrificio carnal en tiempos pasados se ha metamorfoseado en un enjambre de insectos difíciles de exponer ante el altar divino. “En vez de cordero he dispuesto un batallón de moscas en posición de combate, ordenadas como aviones Stukas”.
La mosca es una gran realidad y un símbolo contemporáneo que siempre ha obsesionado a Arroyo. “Las he pintado, las he esculpido…”. Las ha cazado de pequeño en ese paraíso de su infancia que es Robles de Laciana, en los montes de León. “Desgraciadamente seguimos en parte en eso, en un país donde chapoteamos a cada paso entre las ruinas de donde surgen constantemente las moscas y las ratas”.
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