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Universos paralelos
Columna
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La agonía del rock latino

Diego A. Manrique

Desde finales de los ochenta, en España mirábamos con admiración hacia América Latina. Según el pop español iba mostrando una creciente cobardía creativa, nos regodeábamos con la pura vida que transmitían los grupos y solistas del otro lado del Atlántico. Estaba la asombrosa cantera del rock argentino, con una tradición no interrumpida desde los años sesenta. Además, el rock mexicano empezaba a escapar del puño de hierro del PRI; también perdía fuerza la dictadura militar brasileña, desafiada simbólicamente por el BRock.

 ¿Y ahora? América Latina todavía ejerce de vergel sonoro pero ya no sentimos tanta diferencia, excepto en nombres sueltos y, naturalmente, el caso especial de Brasil, gigante autosuficiente. Aparte del lenguaje (y cada vez se canta más en inglés), uno tiene la sospecha de escuchar propuestas iguales en lo sustancial a las de Londres, Nueva York, Los Ángeles. No me refiero únicamente a esa homogeneización mainstream que impone Miami; ocurre algo similar en los márgenes. Lo menciona hasta un crítico tan anglocéntrico como Simon Reynolds en su libro Retromanía, tras una visita a Sâo Paulo.

Bienvenidos a la Era Internet. Últimamente, los nuevos artistas ya no compiten en la liga local, regional o nacional: se desenvuelven en un estadio global, con reglas de juego definidas por Pitchfork o similares. Si integran algún movimiento, éste es plurinacional. Tal vez tengan mayor ansia de comunicación que sus equivalentes españoles pero, si eliminas los acentos, ambos contingentes podrían confundirse: hipsters ingeniosos, nerds graduados en cultura basura, cultivadores del chiste para enterados, ombliguistas y onanistas.

Así que no se nota urgencia por hallar una voz propia. Puede que sea una buena noticia: la normalización. El rock argentino encontró el lenguaje personal debido a su distancia respecto a los centros internacionales, por el agobio de vivir en una sociedad encrespada, por la mitificación de sus creadores. Hoy, la opción musical no es cuestión de vida o muerte; abunda la vulgaridad. En otras latitudes, ni se puede soñar con la normalización: de ahí esa insospechada pasión de los grupos de rock cubano por el heavy metal extremo (“lo que más moleste, broder”).

Atención, no estoy sugiriendo que el mestizaje sea paradigma obligado para los músicos latinoamericanos. Sabemos que puede llegar a convertirse en una peste, con esa saturación de grupos que maltratan la salsa, la cumbia o el ska. Recuerden aquella maldad difundida por Molotov: “Si el rock es cultura, el ska es agricultura”. Para alguien medianamente inquieto, pueden resultar repelentes esas orquestillas que rebosan simplezas literarias y rítmicas, aparte de una insufrible demagogia, derivada de unas lecturas rápidas de Galeano.

Hay hueco para todos, supongo, pero la hegemonía del mestizaje reduce la fronda de antaño a un tópico. Cuando el péndulo va al otro extremo, como ocurre en los últimos tiempos con el indie, cabe sospechar que estamos asistiendo a una impostación, por muy cosmopolita e ingeniosa que luzca.

No todas son impresiones deprimentes. También llegan noticias reconfortantes, como el continuado gancho de un grupo tan poliédrico como Café Tacuba, que todavía puede convocar a 150.000 personas en el DF, aunque su último disco lleve fecha de 2007.

Por el contrario, los nuevos artistas no parecen ansiosos por alcanzar semejante representatividad. Hay un sentimiento de alienación, de desenganche con la realidad inmediata. El pop —pocos hablan de rock— parece un entretenimiento de cachorros de la clase media y alta, sin grandes planteamientos profesionales. Más bien, el premio parece estar en la agudeza a la hora de traducir tendencias. Eso no deslegitima lo que se hace allí —en Santiago, La Plata o Monterrey— pero uno lamenta que se haya perdido la épica de décadas pasadas.

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