Montand
Una voz en la noche. Luz de farola y adoquín brillante, festón de niebla baja. Vuelve aquel terciopelo susurrado, aquel charol irrepetible: “Les jours de la vie sont bien monotones / oui mais toi tu n'ressembles à personne…”. Una luz de posguerra, o un golpe de luz mediterránea, como el pimiento rojo contra un muro blanco que atrapó Prévert. Me organizo en casa un festival Montand. Vuelvo a escuchar sus canciones, releo Tu vois, je n’ai pas oublié, la estupenda biografía que le dedicaron Hamon y Rotman; vuelvo a ver sus películas, sus recitales: recomiendo vivamente el cofre de tres DVD Montand de tous les temps (5 horas, más de 100 canciones) montado por Fréderic Rossif, el autor de Mourir à Madrid.
Mi ciclo personal va desde El salario del miedo, del 53, hasta su extraordinario papel de despedida, el César Soubeyran de Manon des sources y Jean de Florette, en el 86, pura reencarnación de Raimu.
Francia ha dado formidables cantantes-actores, como Reggiani, como Dutronc, el gran Dutronc del Van Gogh de Pialat, pero Montand es incomparable, el mejor de todos, descomunal actor en la pantalla y en la escena. Y quintaesencia del cool masculino: el hombre que volvió loca a Marilyn, más que Sinatra, más que Miller o Di Maggio; el hombre de quien Don Draper podría tomar lecciones. Ahora que lo pienso, mi álbum no comenzó con El salario del miedo, Montand valseando al borde de los acantilados con el camión cargado de nitro, sino siete años antes en Étoile sans lumière, una película olvidada de Marcel Blistène que Modiano debe de tener en lo más alto de su santoral, con la Piaf cantándole a Montand C’est merveilleux mientras pasean en un coche nuevo y él sonríe como una espingarda feliz.
Veo luego a Montand y Signoret, la iridiscente Casque d’Or, en La Colombe, el día de su boda, con Prévert y Pagnol como padrinos. A Montand en su América soñada, en el show televisivo de Dinah Shore, homenajeando a Fred Astaire en Un garçon dansait, flexible y brillante como la rama más joven de un fresno negro. Y Montand, extraordinario coreógrafo de sí mismo, ensayando una y mil veces Battling Joe para descargar cada golpe en el compás preciso, y cantando Les feuilles mortes en japonés como si inventara una lengua universal, su idioma imposible. He vuelto a ver estas noches (un miniciclo dentro del ciclo) los grandes polars, todos sus trabajos policiacos, desde Los raíles del crimen hasta Les choix des armes pasando, cómo no, por Círculo rojo y Police Python 357, y también Una noche un tren, esa joya de André Delvaux, ahora ya tan olvidado como Blistène, una película que no es policiaca pero lo parece, donde la muerte es una joven rubia que invita a bailar a los sentenciados en un bar de provincia, de madrugada, y la imponente Anouk Aimée yace junto a las vías envuelta en un sudario de visón.
Me monto, para variar, mi propia película, con su propia banda sonora. Ahora el hombre de abrigo negro y Borsalino, con guantes y rostro de alba gris, cruza la plaza Dauphine una lluviosa noche de otoño. Con manos temblorosas saca del bolsillo una petaca de plata, olfatea el licor, vuelve a guardarla y carga su arma. Está viejo y cansado, todos piensan que ya es tarde, que lo conseguirá. Entonces, en un rápido gesto, que suena en el aire como el latigazo de una varita de fresno, se lleva el fusil al hombro y dispara, y la bala da en el corazón de la cerradura que abre la puerta de la caja fuerte, la caja de todos los tesoros. La banda, con el corso Castella al frente (corbata blanca, cara sudorosa, gran pañuelo blanco con topos negros) aplaude una vez más, desde el otro lado, y le da la bienvenida.
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