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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No crecer nunca

"Como ocurre con casi todos los mitos, “nuestro” Peter Pan es sobre todo un molde en el que han fraguado interpretaciones"

Manuel Rodríguez Rivero

Desde Huckleberry Finn a El guardián entre el centeno o Harry Potter, una parte nada desdeñable de la historia de la novela ha explorado de diversos modos el viejo motivo de la suspensión del tiempo en el instante luminoso y dorado que asociamos a la adolescencia, aquel en que solo existe el presente y el porvenir se nos aparece aún más extraño e incomprensible que el pasado. No crecer, esquivar para siempre el deterioro de las facultades físicas y mentales (y de las cualidades morales) que relacionamos con la edad provecta, rechazar todo compromiso para permanecer eternamente receptivos, vivir con total libertad un aquí y ahora exento de las responsabilidades y quebrantos de la madurez. Si toda vida, como apuntaba Scott Fitzgerald, no es más que un largo proceso de demolición, en la adolescencia esa perspectiva queda aún muy lejos, de ahí que la imaginación adulta haya intentado una y otra vez congelar en innumerables poemas y narraciones aquel tiempo perdido e idealizado.

El tiempo detenido en un presente eternamente feliz es el tema que subyace a la historia de Peter Pan, posiblemente el más popular de todos los relatos acerca de la eterna juventud. James Matthew Barrie (1880-1937), de cuya muerte se conmemoraba ayer el 75º aniversario, comenzó a escribir la historia de su protagonista cuando ya era una celebridad literaria y, sobre todo, un dramaturgo de éxito. La primera aparición del personaje tuvo lugar en un relato fantástico publicado en 1902, pero la historia le sedujo lo suficiente como para que continuara dándole forma y explorando sus posibilidades dramáticas. Finalmente, en 1904 estrenó Peter Pan con una puesta en escena de lujo que requería más de cincuenta personajes y cinco cambios de escenario: el éxito fue tan apabullante que durante las siguientes tres décadas el espectáculo se convirtió en una pantomima familiar imprescindible en la cartelera navideña londinense.

Barrie asumió el triunfo y siguió perfilando a su criatura en dos sucesivas entregas novelescas. La última, Peter Pan y Wendy (1911), fue la que fijó definitivamente el arquetipo que, con diversos añadidos posteriores, ha entrado a formar parte de nuestro imaginario. Como el modelo de puer aeternus que describirían más tarde Kérenyi y Jung en la Introducción a la esencia de la mitología (Siruela), su héroe estaba dotado de ciertos superpoderes (volaba) y se caracterizaba por su obsesiva codicia de independencia y su rebeldía ante toda restricción o límite (el del tiempo, por ejemplo). Como ocurre con casi todos los mitos, “nuestro” Peter Pan es sobre todo un molde en el que han fraguado interpretaciones, glosas y añadidos posteriores, empezando por los derivados de la muy popular (y mucho más conservadora) película animada de la factoría Disney (1953).

A la postre, Peter Pan fagocitó a su autor de modo casi absoluto. Prolífico dramaturgo, narrador, crítico y ensayista, la posteridad lo recuerda, casi exclusivamente, por haber dado forma a una historia para niños que ilustra con trasfondo eduardiano el antiguo mito de la búsqueda de la infancia y/o juventud eterna. Pero, en todo caso, su biografía es por sí misma una fascinante novela en la que ocupan lugares destacados su infancia desprovista de cariño, sus complejos físicos (era tan bajito que algunos biógrafos se refieren a su “enanismo psicógeno”) y su insatisfactoria relación con las mujeres, aspectos todos ellos en los que han buceado los intérpretes freudianos de su obra. En esa biografía y, sobre todo, en la gestación de la aventura de Peter Pan, Campanilla, Wendy y los Niños Perdidos tienen mucho que ver sus extrañas relaciones con la familia Llewelyn Davies, cuyos hijos fueron la auténtica inspiración y estímulo para el desarrollo del relato. Una historia literariamente fascinante que utilizó Rodrigo Fresán como una de las líneas argumentales de su novela Jardines de Kensington (2003, Mondadori), y que también inspira el guion de la película de Marc Foster Descubriendo Nunca Jamás (2004).

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