Venimos de Bradbury
"Cada cual tiene su filiación, el atrevimiento está en confesarla: los hay que descienden de Philip Roth, suerte y prosperidad para ellos, pero otros venimos de Bradbury".

El día que murió Ray Bradbury, aún hace pocas fechas, tuve dos revelaciones, una íntima y casi pudorosamente intransferible, la otra de alcance más general y quizá esclarecedor. La primera, que de todos los escritores contemporáneos por ninguno —¡ni siquiera por Borges!— he tenido mayor cariño que por Bradbury. No hablo de un afecto personal, puesto que no le conocí, ni de mera admiración literaria: habló de ese amor tan especial (“El amor que no espera ser amado”, dijo Borges refiriéndose a Spinoza) que conciben los lectores por quien mejor alimenta el afán de su pasión. Sobre todo, los lectores que nos sabemos destinado a escribir: es el amor, a veces quisquilloso pero siempre rendido, que profesamos al culpable de haber descerrajado nuestra vocación. Escribo porque soy yo, pero supe que debía escribir por culpa de Bradbury…
La segunda revelación (¡parezco una vidente de Fátima!) se debe a la coincidencia de su muerte con la concesión del Premio Príncipe de Asturias a Philip Roth. He leído intermitentemente a Roth desde El lamento de Portnoy con el indudable provecho y la dosis de resignación con que intenté aprender aritmética cuando me tocaba. Es un buen novelista, qué le vamos a hacer. Habla del sexo y del envejecimiento con notable madurez psicológica, no menor que su competencia formal, de modo que cualquiera se atreve a desentenderse de él. Pero a su mundo literario me asomo solo de visita, sabiendo que no pertenezco a él. Yo sé que vengo —perdonen este desbordamiento narcisista— de los marcianos agonizantes y frágiles de Bradbury, de sus chuchos que desentierran el hueso menos aconsejable, de sus niños asustados, de sus cazadores de dinosaurios y de quienes resisten contra viento y marea a los incendiarios de libros no porque vayan a acabar con la cultura, sino porque pretenden abolir la imaginación.
Cada cual tiene su filiación, el atrevimiento está en confesarla: los hay que descienden de Philip Roth, suerte y prosperidad para ellos, pero otros venimos de Bradbury. En España, no cabe duda, estamos en clara minoría. El género de ficción marcado por él no es el preferido por la masa de nuestros autores o lectores y no digamos por la mayoría de los críticos, que ahí ni están ni se les espera. En muchos casos, a los escritores españoles les pasa con la literatura fantástica como a los ingleses con la cocina sofisticada: se comprueba que no han nacido para ella cuanto más entusiásticamente se dedican a practicarla. Siempre hacen costumbrismo ramploncete, adobado con muchos ángeles, sectas diabólicas o intrigas históricas de cartón piedra. Por supuesto hay excepciones, como algún cuento de Javier Marías y Carlota Feinberg, de Muñoz Molina, su estupenda nouvelle de fantasmas, o las narraciones de estudiado terror clásico de José María Latorre. La mejor sin duda para mí es Pilar Pedraza, maestra en el manejo de lo que Freud llamó unheimlich y los anglosajones denominan uncanny, que en español sería lo desasosegante o algo así. Nada de lo que ha escrito es desdeñable y ahora acaba de aparecer su última novela: Lucifer Circus (Valdemar). Y también es reciente Espíritus de Marte (La Biblioteca del Laberinto), ambiciosa space-opera de Gabriel Bermúdez Castillo, uno de los más acrisolados veteranos de la escuálida ciencia ficción hispánica.
Pero… ¡cómo comparar al quizá entrañable aunque algo pueril Ray Bradbury con todo un Philip Roth, autor adulto y hasta adúltero a quien al menor descuido darán el Premio Nobel! En cierta ocasión, un crítico tarugo, algunos lo son, le propuso a Picasso el ejemplo de tal o cual pintor figurativo encomiando su realismo. Picasso se defendió: “Sí, esa pintura es realista pero no es real”. Los que venimos de Bradbury sabemos que en literatura suele pasar tres cuartos de lo mismo.
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