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ENTREVISTA: RICCARDO CHAILLY

“Siempre he tratado de conservar la frescura del instinto en la música”

Su padre no le veía futuro musical Hoy, Chailly es un referente mundial de la dirección de orquesta Ahora está al frente de la Gewandhaus, la formación civil más antigua de Europa.

Jesús Ruiz Mantilla
El director de orquesta Riccardo Chilly.
El director de orquesta Riccardo Chilly.MATT HENNEK / DECCA

Una palabra que Riccardo Chailly no deja de pronunciar es valentía: “Coraggio…”. Pero si existe un término que le define más a fondo es rigor. Este director de orquesta milanés es todo un referente en la generación entrada en la madurez de la música occidental. Forjado en Milán a la vera de un padre compositor muy estricto, don Luciano, que no creía en él como músico, o más tarde como asistente de Claudio Abbado, Riccardo Chailly pronto supo volar solo.

Ha marcado las orquestas por las que ha pasado con dedicación, alejado del estrellato y muy consciente de la huella que deberían dejar. Durante años gobernó con astucia, diplomacia y encanto la Concertgebouw de Ámsterdam, orquesta crucial, que él modernizó en gran parte. Ahora, en su etapa en Leipzig con la solera de la Gewandhaus –la orquesta civil más antigua del mundo, fundada en 1781– ha logrado una comunión con la ciudad y el repertorio alemán no exenta de polémicas. Para ejemplo, el ciclo de Beethoven que acaba de grabar. Ha querido recuperar radicalmente los tempos del compositor y, al ser extremadamente fiel a la partitura, a muchos les ha parecido una rareza.

El caso es que tras una etapa delicada de salud, con el corazón un tanto frágil, se ha recuperado y ha decidido abordar retos con calma. Chailly está en forma, sereno, arriesgado y confiado en lo que denomina la frescura de su instinto musical. Huyendo, como dice él, del mayor enemigo de un artista: lo rutinario.

Resulta un tanto asombroso que cada director necesite dejar su impronta en un músico como Beethoven. Para ello hay que aportar algo original. ¿Cuál ha sido su marca? He esperado más de 20 años a grabar una integral de Beethoven, necesitaba confianza. Hacerlo con la orquesta civil más antigua de Europa me obligaba a partir de la partitura original, fiel a su metrónomo, pero con una formación grande, lo cual requiere una destreza técnica imponente, un virtuosismo al límite. Lo fundamental era limpiar la partitura de tanta anotación posterior convertida en tradicional en las interpretaciones, pero no escritas por él. Esto requiere una valentía similar a la que se necesita para la ruleta rusa. Aunque resulta mucho más fácil si lo haces con una orquesta como la Gewandhaus porque interpretaron la integral de sus sinfonías cuando Beethoven vivía. Está íntimamente unida a su legado; después, otros como Felix Mendelssohn se ocuparon de mantenerlo vivo en Leipzig hasta hoy.

Tenía razón Mahler, los directores de orquesta somos una raza maldita"

Pero esa tradición de la que habla, ¿no ha sido, digamos, edulcorada, demasiado adaptada en cada época a los gustos imperantes? Debo decir que jamás me he topado en la orquesta con ningún muro mental, al contrario. Si ha existido provocación no ha sido meditada. Nace de la voluntad de fidelidad, me resulta extraño que algunos lo critiquen tanto. Lo que he buscado es acercarme a él radicalmente.

Sí, porque la pureza en la música ¿dónde quedó? La pureza es parte del significado más profundo de lo que persigo.

A veces esa pureza es un fósil. ¿Es necesario excavar para llegar a ella? No solo es necesario profundizar para penetrar el alma de una composición, sino mostrarse valiente para cargarse las malas costumbres, los vicios, sean buenos, malos o pésimos. Esto en Beethoven es recurrente. Resulta un compositor al que se acude sistemáticamente.

Una obsesión… Una obsesión que debe abordarse con cuidado. Cuando era titular de la Concertgebouw de Ámsterdam me propusieron grabar una integral, pero dije que no porque consideraba que para dejar un legado así debía prepararme al menos con 15 o 20 años de práctica en los escenarios con todas las sinfonías. He probado muchas direcciones antes de hallar mi propio rumbo. Cuando estaba en Cleveland me pasé días y días estudiando las partituras en casa de George Szell. Él hizo un trabajo radical con las voces y los cambios de dinámicas, no de orquestación. Fue clave en mi aproximación.

MATT HENNEL / MECCA

Entonces, existen muchos vicios sobre Beethoven, dice usted. ¿Cuáles son los buenos y los malos? Mójese, maestro. Resulta fácil hablar de tradiciones justas cuando se parte del texto, eso para mí es la biblia, el evangelio, el punto de partida, más cuando en la propia partitura hallamos una claridad como la que mostraba el propio Beethoven. No se pueden ralentizar movimientos como el primero de la Quinta o la ‘Marcha fúnebre’ de la Heroica, pero es un vicio que dura más de cien años. Se ha hecho para autorreafirmar una música que fue concebida con tal cuota de grandiosidad que no necesita más. Eso ha condicionado durante décadas su interpretación. Lo que yo pretendo es lo contrario, no ser nada original por mí mismo, sino una fidelidad extrema. Yo admiro el trabajo que hizo Toscanini, Szell o, más tarde, Carlos Kleiber, por señalar lo que me gusta. No quiere decir que rechace lo que aportaron Furtwängler o Klemperer, me fascina, aunque no es lo que yo haría.

Mucho daño han hecho los directores de orquesta. Pero no solo a Beethoven. Somos una raza maldita, tenía razón Mahler: que no había que fiarse de lo que hicieran, y él lo era.

Otro problema será el público, que estará mal acostumbrado. Bueno, pero cuando escuchan música bien ejecutada, en Leipzig se quedan sin palabras, asombrados. Aprecian la fidelidad, tanto la mía como la de la orquesta. Hemos conseguido una alianza perfecta.

Existe una gran voluntad por su parte de trasladar lo que fue la búsqueda de autenticidad, la denominada corriente auténtica en el barroco y la música antigua al romanticismo y al clasicismo. La huella de Nikolaus Harnoncourt. En ese caso, el trabajo que, por ejemplo, hizo Harnoncourt con Bach estaba hecho ya en Leipzig por Mendelssohn. Él aportó un nuevo modo de pensar.

Le veo con energía renovada. Podemos decir eso, sí.

Después de sus problemas de salud. Pues sí, medio retirado casi seis meses. Me he sometido a una cura intensa por problemas cardiacos que, por suerte, no han requerido operación.

La dirección de orquesta necesita tensión, emoción. Malo para corazones débiles. Cierto, pero el médico no me ha prohibido nada. En este reposo he recuperado fuerza y cargado energía física y mental, fundamentales para un músico.

Uno, cuando está bien de salud, ¿es consciente del precio y la energía física que requiere la dirección de orquesta? No, es algo que corre con el pensamiento, aporta proyectos, ideas e investigación. Fíjese que ese trabajo de estudio requiere mucho tiempo y mucha energía. Una vez realizada, es lo que da lugar a que surjan ideas.

Esa nueva energía imagino que se aviva como un tesoro. Efectivamente. Por ejemplo, después de las giras importantes, de 12 días intensos, me reservo un periodo de descanso. Vuelco todo en mi responsabilidad con la Gewandhaus.

¿No encuentra que los grandes directores de orquesta se pasan en cuanto a sus responsabilidades y se concentran poco en lo importante? Eso a mí nunca me ha gustado. No acaparar, porque hacerse cargo de una orquesta es una enorme responsabilidad. No implica solo el trabajo con la orquesta, has de montar un proyecto cultural para la ciudad.

¿Qué cambió para usted entre Ámsterdam y Leipzig? La música que abordé. En cuanto llegué a Leipzig, me concentré en el primer romanticismo alemán. Fundamental para trabar una línea con la orquesta sin renunciar nunca a la vanguardia musical e incluirla no como una excepción, sino con toda naturalidad. Al ciclo de Beethoven le añadimos cinco encargos a compositores vivos, algo en el límite de la exigencia física.

Pues tenga cuidado. No, no, lo noto, es demasiado extremo.

Dice usted vanguardia, pero no todo lo nuevo es vanguardista. Hablemos de lo nuevo, de lo desconocido. Siempre eso provoca miedo, y el miedo, sospecha y, por tanto, duda. Hay que vencer esa reacción humana lógica que un director de orquesta debe combatir, porque solo con coraje e insistencia lograrás transmitir un nuevo mensaje al público y abrirle así su sensibilidad a obras no por desconocidas poco interesantes. Lo mismo que en la responsabilidad de un museo está mostrar a los pintores más rompedores. La novedad no es garantía de calidad, la mediocridad impera a menudo. Pero ahí entra la determinación y la valentía de la selección, algo difícil, delicado, comprometido porque te enfrentas a los seres humanos. Es constante la cantidad de veces que me veo obligado a decir: “No, gracias”. Un problema.

Mi padre, al principio, cuando dirigía, se sorprendía de mis éxitos"

Lógico. Una ciudad como Leipzig cuenta con una garantía de buena selección dentro de la orquesta.

Pero una ciudad así, ¿no se encuentra muy presa de la tradición como para mostrarse abierta a lo nuevo? Aunque en cada época acogieron perfectamente la música que se hacía. De Beethoven a Schuman, a Wagner o, más recientemente, a Shostakóvich, que fue introducido en Leipzig por Kurt Masur en los años setenta, cuando no era un clásico, completamente desconocido.

Es el signo de los adelantados. Ni siquiera Mahler pudo pensar que su tiempo pertenecería más a la generación de Chailly o Rattle –aunque fue muy reivindicado por Bernstein o Abbado– que a la suya. La valentía de Abbado con su ciclo sobre Mahler en la Scala de Milán fue determinante para nosotros, a finales de los sesenta. Shostakóvich llegó después. Mi generación ahonda si queremos en su significado más profundo. Pero sobre eso en Leipzig, por seguir con la alucinante huella de su tradición en descubrimientos, hay que decir que antes de que fuera redescubierto Mahler en los sesenta, ya Arthur Nikish lo hizo, y después Furtwängler y Bruno Walter… Aquello quedó interrumpido en 1933 por la llegada del nazismo. Tuvo que huir a América; de no haber sido así, se hubiese asentado antes en Alemania una tradición mahleriana.

Se formó como músicao en Perugia y en Milán, pero sobre todo en casa, bajo la supervisión de su padre Luciano Chilli (juntos en la foto).
Se formó como músicao en Perugia y en Milán, pero sobre todo en casa, bajo la supervisión de su padre Luciano Chilli (juntos en la foto).

¿Se nota aún en ciudades como Leipzig la fractura de las dos Alemanias? Bueno, ya no. Se notaba aún cuando llegué, pero el milagro de la reconstrucción de Leipzig surge de una voluntad progresiva de renacimiento. Hoy es una ciudad maravillosa en la que va diluyéndose aquella etapa histórica.

Y usted que viene del sur de Europa… Ya, pero del norte de Italia, Milán.

La paradoja. Nosotros tenemos una clara influencia austriaca.

Ahora el continente vive una fuerte diferencia entre el norte y el sur, alentada precisamente por dirigentes como Merkel. Me parece que sí. Yo soy un italiano con suerte, con la fortuna de trabajar aún en un espacio donde la crisis no ha afectado a la cultura. Ha llegado también a Alemania, pero comparada con lo que ocurre en Italia, no hay color, es un privilegio. Si además a eso le añadimos que ciudades como Leipzig han equiparado a su identidad la bandera de la cultura, es una gran ventaja. Ocurre así y por eso se mantienen los presupuestos para la música. La ciudad, las autoridades invierten en eso, pero es que la música y la orquesta revierten en la imagen de Leipzig. Algo fundamental en un mundo donde cuenta solo aquello que se ve.

Cierto, porque en el sur, oiga, esas equivalencias no se hacen, se pregonan, y a los políticos se les llena la boca de buenas intenciones, pero luego no aportan fondos. ¿Lo nota? Se siente, lo mismo que una tendencia vertiginosa a la superficialidad. No se puede contar solo con lo que se ve, es una perversión cultural; en el norte, en cambio, cuenta más aquello que se escucha y que se siente.

Esa fidelidad al sur la marca usted más en la ópera que en el mundo sinfónico. De hecho, en lo que será el próximo centenario de Wagner y Verdi, usted ha escogido al segundo. Hago poca ópera ya, no es mi prioridad. Pero me adentraré con la Gewandhaus en el Réquiem, que me hace mucha ilusión. Con el verdiano me atrevo, aunque tengo en mente hacer alguna vez el Réquiem alemán de Brahms, una obra maestra tal que todavía me causa mucho respeto, toda una cumbre de su obra.

¿Cómo ve Milán desde la lejanía? Parece que impera cierta paz musical. Milán es el templo de la ópera. La Scala está en renovación. Pero se hacen demasiadas cosas. Hay como 300 actuaciones al año. Ahí entra el dilema de la calidad. No siempre cantidad y calidad van unidas.

¿Discutible para usted la etapa de Stéphane Lissner al frente de La Scala? Hay espectáculos estupendos, pero también mediocres. La línea suya busca sobredimensionar la cantidad. Yo dirijo poco, casi siempre programas sinfónicos. Haré Turandot en 2015 con el final que escribió Luciano Berio y estrenamos en Canarias en 2002. No quiero polémicas, solo digo eso, que en virtud de tanta oferta existen altibajos en la calidad.

Pero con el poco dinero que hay, también tiene mérito conservar la oferta. Es cierto, hay poco dinero. Incluso existe ahora el riesgo de que dos o tres teatros históricos cierren, lugares imprescindibles en Génova, Bolonia, Florencia, una tragedia, la mutilación de la cultura nacional para al menos una generación, y eso se perderá para siempre.

La pobreza comienza a no ser pasajera. Este es el problema. Una generación engarza con otra y así crece la humanidad. Si se detiene ese ritmo, tenemos un problema. Eso sin contar las fugas de talento que se están produciendo, en la cultura y en la ciencia.

Eso ocurría también en su generación. He ahí la prueba, vamos para atrás, no hacia delante. Hoy es peor. Siempre ha sido difícil, pero lo que nos toca ahora es más grave. En los años setenta, cuando comenzaba, tuve la oportunidad de dirigir en Italia regularmente y me llegaban ofertas de teatros importantes. No faltaban las ofertas. Hoy sí, porque no hay presupuestos. Resulta muy difícil que, a falta de oportunidades, un joven dé continuidad a su carrera.

Hay más músicos también. Es cierto.

Pero ustedes, quizá, tenían más moral y menos miedo al futuro. Los jóvenes de hoy ¿se rinden pronto? Con razón. Es justo que se preocupen por el futuro, les falta convicción y moral, la necesaria para salir adelante. Se han derrumbado las bases para contar con esa energía, eso me preocupa en mis hijos.

¿Tenían certezas los de su quinta? ¿Certezas fuertes? Quizá no certezas, pero sí convicciones artísticas. Ideas que engendraban nuevos proyectos. Puede que yo tuviera además suerte, pero hoy lo que me da pena es que no tienes ni siquiera oportunidad de tener suerte.

Del entorno del que venía, con su padre compositor, don Luciano Chailly, ni se plantearía dedicarse a otra cosa. No, no. La vida y la música siempre fueron para mí inseparables. Pero hay muchos aspectos en ese mundo. Yo detestaba componer. Ni lo concebía. Y eso que recuerdo a mi padre, desde la habitación, componer con el piano cada noche. Estudié no obstante composición en la escuela. Pero fue un ejercicio técnico. Lo que me fascinaba de niño era la idea de ejecutar la música de otros. Ser un intérprete, lo tenía claro.

Las relaciones de un padre músico y un hijo músico ¿son tensas? Mi padre era un hombre de una cultura inmensa. Muy austero, severo y muy concentrado en sus creaciones y activo. Muy exigente y complicado para mí; como hijo, tuve muchos conflictos. La peor época fue cuando me obligó a hacer en cuatro meses el equivalente a cuatro años de composición. Lo recuerdo como una tragedia familiar. Resultó bien, porque hice los exámenes e ingresé en cuarto año directamente. Pero dejé de estudiar con él porque era obsesivo, desquiciante, traumático, no se lo deseo a nadie.

Entró al conservatorio, sí, pero decidió olvidarse de componer. Sí, el trauma. Lo bueno fue el avance que supuso, nada más. Mi padre era muy pesimista conmigo, no me veía un brillante futuro musical. Decía que no pasaría de asistente musical de alguien. Cuando empecé a dirigir, le invitaba, y al principio se sorprendía mucho de mis éxitos. Entendió pronto que se equivocó, que no se iban a cumplir sus propias previsiones, y llegó a mostrarse orgulloso, pero no fue fácil conseguir su confianza. Para mí era una motivación: demostrarle lo bien que podía llegar a hacerlo. Los padres son importantes, marcan la guía de tu vida, son el tejado de lo que construyes.

¿Dónde queda la creación en el intérprete? Mi padre me decía: “No podrás jamás interpretar la música de otros si tú no escribes la tuya propia”. Pero no sé. La libertad y la valentía interpretativa deben nacer de dentro, irracionalmente. Luego llega el control mental, pero creo más en el instinto musical. Ya no soy joven, estoy a punto de cumplir 60 años, pero siempre he tratado de conservar la frescura del instinto. Es un don divino. La clave es dejar que la cabeza lo guíe pero nunca lo oscurezca.

Y la experiencia, ¿nubla el instinto? ¿Será su gran enemigo? Puede ser. Por un lado puede dar grandes iluminaciones y por otro hacerte caer en el peligro de la rutina, que es la muerte de un artista. Cuando te dejas llevar por el piloto automático estás acabado. Siempre he sentido terror a ese riesgo, el riesgo de la costumbre. Por eso resulta rarísimo que repita un mismo programa en un concierto desde hace 30 años. Para mí es fundamental la riqueza que me aporta el estudio de lo nuevo.

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Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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