Estado de ánimo
En un fragmento de Lettrines (cuya traducción publicará en otoño Días Contados) Julien Gracq cuenta que acaba de oír en la radio los testimonios de los últimos contemporáneos de la guerra de 1870. Son testigos casi centenarios. Uno de ellos, una vieja dama, que en su niñez debió de ser hija de María, explica que vio, con sus compañeras, pasar delante de la iglesia de Rozerieulles, el día de la Asunción, a los dragones de Bazaine, que salían de Metz la víspera de la batalla de Rezonville. Las niñas, aquel día, como si no estuviera ocurriendo nada, le llevaban flores a la Virgen. “Dadnos esos ramos”. “Ay, no, caballeros, son para la Santísima Virgen”.
Me gusta observar cómo muchas veces un detalle aparentemente trivial opaca un supuesto gran acontecimiento histórico. ¿O el polen evocado por las viejas damas no reduce a la nada a toda la épica de la batalla de Rezonville y de paso la guerra de los franceses contra Prusia? Creo que es saludable que a veces se dé esta inversión y en medio de "lo importante" aparezca -bendita aparición en el caso de la iglesia de Rozerieulles- un detalle lateral, aparentemente banal, que nos descubre el derecho de lo mínimo a ocupar su espacio. Ahora bien, he observado que, cuando la acción sucede en mi tierra, lo ínfimo aparece, pero sólo para revelar, al engrandecerse, el dibujo fatídico de nuestro adn nativo; la índole siniestra, por lo general, de nuestro paisanaje.
Ocurrió, sin ir más lejos, el otro día. Como tantos ciudadanos me planté ante el televisor a la hora señalada y me dispuse a escuchar la versión del juez Dívar. En un primer momento, encontré natural que tanto olor de santidad redujera a la nada la asfixiante épica mediática de nuestra crisis y, en contrapartida, situara en primer plano a lo ínfimo, a lo insustancial, que tenía derecho a ocupar espacio. Pero pronto sentí pánico metafísico cuando empecé a percibir que aquel candoroso balbuceo ínfimo de palabras iba poniendo al descubierto el núcleo duro de nuestro fatídico genoma y, de paso, nuestra enraizada vocación de cofradía pícara y beata, con síndrome de cabra despeñada, sin remedio.
Tal vez un día dejemos la crisis, pero no parece que vayamos a escapar de nuestro adn fatídico
Tal vez dejemos atrás un día la crisis, pero no parece que vayamos a escapar de nuestro adn fatídico, de esa brutal índole sombría de nuestro paisanaje. Escribo esto y el sol abandona mi ventana, escucho Impossible Germany de Wilco y me acuerdo de unas páginas de Pessoa en las que se pregunta por un anciano vendedor de lotería, un cojo de tristes polainas y un viejo esférico y colorado, fumador eterno a la puerta de su estanco. Con los tres solía cruzarse en Plaza del Rocío, camino de la barbería. ¿Qué se hizo de ellos? Derivo hacia estas preguntas mientras nombro palabras que un día se habrán perdido: rescate, intervención, prima de riesgo.
Palabras que serán tan olvidadas como el viejo, el cojo triste y el fumador eterno de la plaza del Rocío, o como los dragones de Bazaine, que salieron de Metz la víspera de la batalla de Rezonville. A la larga quizás sólo perduren destellos de lo insustancial transformándose en imágenes de espanto y la trágica constatación de que aquí termina siempre por vencernos nuestro fatídico adn de imbéciles rebotados. País siempre inmerso en un sempiterno guirigay de patio de vecinos. Fulanito tendiendo la ropa, y la otra llevando flores a María. Persistencia de un paisanaje negado para el pensamiento. Tierra dedicada a un afán inquebrantable de excluir a los mejores. Me acuerdo de Michi Panero en su última entrevista: “Aquí hay que ser feliz con cualquier cosa y el que pretende subvertir lo cutre lo paga caro. O te estrellas o te estrellan”. Sospecho que seguirán sucediéndose las generaciones de villanos y no se difuminará nuestro fatídico destino, ciertas espantosas maneras de ser, nuestro genoma aciago. “Por lo demás no pasa nada”, que decía don Pío.
Babelia
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