¿Y usted qué pediría?
Los humanos hemos temido secularmente a la guadaña con que siega la muerte: a ese pavor ancestral hemos unido más recientemente el de las tijeras con que recortan los gobiernos en nuestra época de crisis. Ahora que todo disminuye, como la piel de zapa de Balzac, los lectores que no admitimos renunciar a nuestro vicio quizá debamos dedicarnos a libros más enjutos y concentrados para no desentonar con el feroz espíritu de los tiempos. Una buena opción son los volúmenes delgados pero enjundiosos de la colección británica Great Ideas que está publicando Taurus, donde tenemos a nuestro alcance manejables y bien presentados autores como Cicerón, Shakespeare, Darwin o Proust. Recomiendo especialmente Nacionalismo, de Rabindranath Tagore, el gran escritor indio no tan recordado hoy como merece del que fue abogado entre nosotros Juan Ramón Jiménez.
Otra muy buena opción por la brevedad con sustancia son los Cuadernos de Acantilado, donde se ofrecen joyas de Stefan Zweig, Leon Tostoi, Chateaubriand, Eça de Queiroz y otros no peores que estos maestros. El más reciente y perfectamente delicioso es Con Stendhal, de Simon Leys, una miscelánea sobre el autor de La cartuja de Parma con textos de Próspero Mérimée, George Sand y el propio Henri Beyle, presentados y anotados con finura perspicaz por Leys. Todo un caso, Stendhal: para sus adictos —apúntenme en la nómina, por abajo que sea— no es solo un autor venerado sino alguien de la cuadrilla, con quien solemos pasear y tomar vinos. Le tenemos un afecto personal, no exento ocasionalmente de irritación, como a cualquier otro antiguo amigo. Es tan listo como ingenuo, tan arbitrariamente caprichoso como cruelmente preciso: alguien próximo, del que diríamos como Nietzsche de Voltaire que nos alegra la vida saber que ha existido.
Casi todos los que le leyeron en su día, Mérimée, George Sand, Saint-Beuve y los demás, coinciden en proclamar que “escribía muy mal”: solo la posteridad ha discrepado, como él anunció. Así es su estilo, que André Gide describió de esta manera: cuando llegamos a su casa, en lugar de verle con uniforme de gala y altos coturnos sale a recibirnos “en bata y zapatillas”. Un pecado de familiaridad que es el acierto de su literatura, la invención más moderna. Quizá Pio Baroja fue luego en este punto el mejor de sus herederos. Ambos compartieron, por cierto, el santo horror a quienes con su presencia o por escrito aburren al prójimo. En su vivaz y malicioso retrato, Mérimée señala que Beyle “nunca fue capaz de distinguir entre un malvado y un pelmazo”. Yo le hubiera propuesto un criterio diferenciador, a favor del primero: el malvado a veces pasa de largo, pero el pelmazo siempre viene a por mí.
Sin duda el texto más curioso incluido en este cuaderno es el del propio Stendhal titulado Los privilegios. Fue escrito un par de años antes de la muerte del autor (1840) pero permaneció olvidado hasta 1961. Se trata de una lista de 23 dones o prerrogativas que Henri Beyle solicitaba al god en que no creía, dando a la imaginación la posibilidad rogatoria de la fe ausente. Eran de variados registros: eróticos, analgésicos, económicos, referidos a la celeridad del transporte, a los sentimientos ajenos (transformar el odio en simpatía, la indiferencia en afecto), a veces fantásticos (poder convertirse en un animal preferido cuatro veces al año) y otras perturbadores (poder matar a diez seres humanos al año, pero a ninguno con el que haya hablado). Lo más simpático son esas limitaciones que los acotan, porque como buen racionalista Stendhal teme al deseo desbocado. De algunos ya gozamos todos, gracias a la Viagra o la aviación comercial…
Les aconsejo que los lean y luego se pregunten: ¿qué privilegios secretos le pediría yo a god? No olviden que estamos en tiempo de recortes…
Babelia
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