En la senda de los elefantes
Llámenme suspicaz, pero durante la inauguración de la Feria, mientras los royals y el ministro más histriónico del Gobierno de donde-dije-digo-digo-Diego recorrían el recinto, me pareció observar en las casetas (no excluyo que se tratara de uno de mis delirios) una presencia anormal de libros de Babar, el pequeño elefante creado por Jean de Brunhoff (circa 1931) que huye de la selva para escapar del cazador (¿quizás rey de un país lejano?) que desea convertirlo en trofeo. Menos mal que a la editorial Vergara no le ha dado tiempo a publicar La balada de los elefantes, de Joan Brady (la bestsellérica autora de Dios vuelve en una Harley), porque tanto proboscidio en despliegue libresco podría haberse considerado una provocación a la (por ahora) más alta magistratura del Estado. Como la de esos universitarios resentidos y (sin duda) bolcheviques que no cesaban de abuchear al ministro de la uve doble a cuenta del aumento de las tasas, del hacinamiento en las aulas, de la escasez de becas, de la precarización de los profesores. Y eso que a JIW (me refiero al ministro y no a los indígenas de la comunidad colombiana en peligro de extinción cuyo nombre coincide con su acrónimo) parece que le va la marcha. Lo cierto es que no recordaba una pitada semejante (eran pocos, pero se hacían oír) en el Retiro desde el escándalo de El Libro Rojo del Cole (Nuestra Cultura, 1979), cuando todavía estaba lejos la picaresca de las librerías “especializadas” y todas tenían las mismas posibilidades de obtener un lugar en la sombra. En cuanto a los protestones, y antes de que el ministro Jorge Fernández Díaz logre aprobar su nueva ley represiva para hacer frente a los caldeados tiempos que vienen, me apresuro a aclarar que no iban encapuchados, sino a cara descubierta, orgullosos de poner en práctica esa rebeldía cívica y democrática de la que hablan, por ejemplo, Emerson, Thoreau, Tolstói o Rawls en la estupenda antología Desobediencia civil (Tecnos), editada por Antonio Lastra. Eso sí, algunos lucían el llamativo pin del puño cerrado que regalaban en la caseta de Contexto a cuenta de la nueva edición del Manifiesto Comunista (Nórdica), un detalle que no pudieron apreciar (por la distancia interpuesta por la policía), ni los (aún) populares royals ni el (muy) impopular ministro-sin-ruegos-ni-preguntas. La comitiva, siguiendo una muy pautada tradición, se detuvo en las casetas de los grandes grupos y en la de alguna editorial convenientemente seleccionada (no, desde luego, en la de la Fundación Federico Engels). Al acabar, y mientras el homérico Helios Hiperión los observaba inclemente y estupefacto en mitad de su cotidiano recorrido por el cielo, los royals se fueron por su lado y el ministro peor valorado del Gobierno por el otro. Se me ocurrió que si JIW, sociólogo antes que sparring, continúa haciendo gala de su malcriada prepotencia, tendrá que largarse a demoscopiar una isla desierta tan pronto como el señor Rajoy suelte el primer lastre calcinado. Mientras tanto —le despedí para mis adentros—, ahí te quedas, majo, compuesto y sin rectores. Y volví a mi cerveza fresquita (y carísima).
Dietas
Desde que abandoné definitivamente al doctor Dukan y me entregué con fervor a la paleodieta (básicamente: pescados y crustáceos, carne de caza y tuétano fresco, frutas y bulbos, nada de johnnie walker) duermo mejor. Mis proverbiales y horrorosas pesadillas se han transformado en felices ligerillas, como esa que soñé la otra noche y en la que el crucero en que viajaban JIW y la señora Aguirre naufragaba frente a la isla de John Silver, donde ambos personajes encontraban acomodo durante una larga temporada, subsistiendo gracias a lo que la ubérrima naturaleza les brindaba y distrayéndose con la lectura del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de Historia, cuyos volúmenes eran los únicos libros que pudieron rescatar de entre los restos del Centinela de Occidente, que era el nombre del buque siniestrado. Así da gusto soñar: uno se despierta descansado y sin más preocupaciones que las de todo el mundo; a saber, si llegará a fin de mes, si le habrán despedido, si a su cónyuge le rebajarán de nuevo el sueldo, o si delante de la sucursal donde guarda sus menguados ahorros se habrá formado una cola como si regalaran entradas para un concierto de Bruce Springsteen. Y es que, desde lo de Lehman Brothers ya sabemos que todo puede suceder, incluido que a uno le regalen libros. Ahí tienen, hablando de dietas saludables, una edición puesta al día del célebre folleto (48 páginas) Donde va la burguesía cuando no paga la compañía, un vademécum de sólidos restaurantes tradicionales y tascas ilustradas de Madrid en los que puede degustarse una cocina abundante y honrada a precios asequibles. Su autor es el siempre curioso y atento Anselmo Santos, artífice de una próxima biografía de Stalin además de feliz semijubilado, buen gastrónomo y eterno inspector de las casas de comidas que recomienda. Me asegura que se lo enviará gratuitamente a todo el que lo solicite (incluido, si llega el caso, el señor Dívar) hasta que se le agoten las existencias. Yo suelo comer (y no sólo mi dieta paleolítica) en algunos de ellos, y doy fe de que en el librillo están (casi) todos los que son. Si les interesa, pídanlo (insisto, gratis et amore) a administracion@keyiberboard.com. De nada.
Recomendaciones
Miren, los suplementos literarios y las webs correspondientes ya les han informado suficientemente acerca de las novedades más solicitadas y mediatizadas de la Feria, de modo que voy a intentar no ser demasiado redundante. El país invitado es, ya lo saben, Italia. Son muchos y notables los sellos con buen catálogo “italiano”, pero permítanme llamarles hoy la atención sobre Gadir, que viene publicando desde hace tiempo, y en buenas traducciones, esos libros “de fondo de armario” (o de biblioteca) imprescindibles para conocer los derroteros de la literatura de ese país por tantas razones cercano (más aún si consideramos las respectivas primas de riesgo). En Gadir pueden encontrar joyas como el Zibaldone, de Leopardi; El desierto de los Tártaros, de Buzzati; La tala del bosque, de Cassola; La Historia, de Elsa Morante; La conciencia de Zeno y Senilidad, de Svevo, o Conversación en Sicilia, de Vittorini. Por lo demás, durante mi primera semana de feria me he sumergido en la lectura de dos libros recién publicados por editoriales muy distintas. El primero es la ya clásica (1996) biografía Napoleón (Crítica), de Jean Tulard, una lectura muy adecuada para esta época de “políticos pigmeos” (Tony Judt). El otro, que acompaña mis insomnios desde hace días y en el que a cada relectura encuentro alguna maravilla, es Casi invisible (Visor, edición bilingüe con traducción de Julio Trujillo), el último poemario de Mark Strand, uno de los grandes poetas norteamericanos vivos. Si quieren disfrutar con una poesía (en prosa) vibrante de luminosidad y expresada en incontables registros (de la sátira elegante a la meditación crepuscular, de la evocación autobiográfica a la fantasía desbordada) no se lo pierdan. Otra vez de nada.
Babelia
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