Rejoneo de altura
Con un público tan generoso, festivo y escasamente conocedor de las normas básicas del rejoneo, y con unos caballeros que han alcanzado una aparente perfección a lomos de espectaculares y toreras cuadras de caballos, un festejo en el que figuren Hermoso y Ventura es un seguro de triunfo. Ciertamente, ambos han alcanzado otra dimensión, y también el propio rejoneo, en el que se premia, por encima de todo, la doma de los equinos y el acierto en la suerte suprema.
Sea como fuere, la corrida celebrada ayer en las Ventas fue, como se esperaba, divertida, que es el objetivo fundamental de quien acude a este tipo de festejos, más pendiente de las piruetas que del buen toreo a caballo, que lo hubo, además, a pesar de las dificultades planteadas por los toros mansos de Los Espartales.
Resulta curioso cómo el rejoneo ha evolucionado de manera inversamente proporcional a la calidad de los toros que se dedican preferentemente a este espectáculo. Es como buscar una aguja en un pajar encontrar un animal bravo y encastado que colabore al triunfo. Es muy habitual, por el contrario, una muy preocupante mansedumbre que, como ayer, obliga a los toros a la huída permanente, y a buscar una desesperada salida a la dehesa antes que enfrentarse a su destino de pelear bravamente con caballo y caballero.
Pero como en el ruedo había dos maestros, los dos grandes del rejoneo actual, los que marcan una diferencia sustancial con el resto del escalafón, todo lo que sucedió en la plaza tuvo un enorme interés.
Una sola oreja cortó Hermoso de Mendoza, pero sigue siendo una delicia verlo en la cara de los toros; ha alcanzado una madurez artística extraordinaria y así lo demostró ante su primero, un manso de libro, que huía de su propia sombra hasta que salió Chenel, un caballo torero de categoría, que lo enceló y templó la embestida del toro en todos los terrenos. Su buena lección la continuó Ícaro, con el que Hermoso dio toda una exhibición de torería. Mejoró el toro, como no podía ser de otra manera, y el caballero ganó ampliamente la partida. Otro manso fue el cuarto, ante el que se lució en las banderillas al quiebro con Van Gogh, que hace la suerte en el espacio de una moneda, y, después, con Viriato, un caballo valiente de verdad. Pinchó y ya se sabe que los ánimos se desvanecen si la muerte se ralentiza. Pero ahí quedó la manifiesta categoría de un torero a caballo.
Los Espartales/Hermoso, Ventura, Palha
Toros despuntados para rejoneo de Los Espartales, bien presentados, mansos y muy manejables. Destacó el primero.
Hermoso de Mendoza: rejón bajo y un descabello (oreja); pinchazo y rejonazo (ovación).
Diego Ventura: rejón en lo alto (dos orejas); pinchazo, rejonazo y cuatro descabellos (ovación). Salió a hombros por la puerta grande.
Francisco Palha, que confirmó la alternativa: rejón caído, siete descabellos _aviso_ y cuatro descabellos (palmas); tres pinchazos y cuatro descabellos (ovación).
Plaza de las Ventas. 26 de mayo. Decimosexto festejo de feria. Lleno.
No pierde comba Diego Ventura, muy espectacular en todo momento, que dio en su primero toda una lección de temple a dos bandas montando a Nazarí, y emocionó con las piruetas de Ordóñez. Muy manso y parado fue el quinto, y lo enseñó a embestir con la maestría que le es propia. Destacó con las banderillas, especialmente con un par a dos manos, pero falló en la suerte final.
Y junto a las figuras consagradas, un aspirante, el portugués Francisco Palha, que ha aprendido bajo la batuta de Ventura, y se le nota su dominio de las cabalgaduras. Es un incipiente rejoneador, ilusionado, valiente y pasional, lo que oculta su falta de experiencia.
Le tocó en suerte el mejor toro, el primero, al que templó con facilidad y clavó casi siempre muy despegado y a la grupa, como suele hacer todo el escalafón de rejoneadores. Lo aplaudieron en los quiebros, pero los realizó muy lejos muy lejos del toro. Mejoró ante el sexto, más parado, con el que derrochó su corazón de joven torero entregado y pleno de fortaleza. Falló, como en su primero, con los aceros, y todo quedó en una merecida ovación por su desmedido deseo de triunfo.
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