Espera el veranito, Melendi
El cantante asturiano apela a la crónica urbana y los conflictos amorosos con su rumba rockera y estival
Melendi y el estío son sinónimos casi perfectos. Andan los cuerpos serranos agazapados en los meses de frío, las pibitas lustrosas y los chicuelos apuestos velando armas durante el crudo invierno, pero en cuanto se despejan los cielos y el Rey Sol campa a sus anchas se les pone a unas y otros el ánimo rumboso y las cinturitas rumberas. Y es en ese momento cuando, año tras año, emerge Ramón para ponerle banda sonora a una nueva temporada de garbeos. Porque al asturiano nadie le pedirá páginas inmortales para el pop español, pero sí ese desparpajo de quien agarra una guitarra, esboza una sonrisa de lado a lado y hace suya hasta la última loseta de la calle.
El ovetense ya había estrenado la primavera pasada en Madrid el enérgico Volvamos a empezar con un lleno en el Palacio de Deportes, y repitió fortuna muy pocas semanas después, nada menos que en el Vicente Calderón, para conmemorar las glorias de La Roja. Melendi es futbolero y triunfa entre los futboleros porque huye de solemnidades e imposturas: a él le gustan el desparpajo, la simpatía con aroma suburbial, los abrazos frente a las ínfulas, el pincho de tortilla antes que la crema de erizos. Es quien es y hay lo que hay. Y un público nada minoritario lo reconoce como uno de los suyos, un genuino chaval que representa el gracejo de los humildes.
La Riviera le recibió ayer con una entrada importante, pero lejos del llenazo: la cosa está achuchada no solo por la prima de riesgo, sino por la inminencia de los exámenes finales y demás rigores de la vida académica. Había entre el público no solo barbies de extrarradio y jovenzuelos que presumen de novieta con las bermudas recién desempolvadas del armario, sino mucho hermano mayor que también empatiza con estas crónicas amorosas, urbanas o desengañadas. Lo que viene siendo la vida, cualquier día de estos, en la ciudad, la periferia o las provincias: una sucesión de pequeñas angustias cotidianas.
Estrenaba Melendi su gira Directo y copas, acrónimo de la bebida patrocinadora aunque la noche y el público invitaban más a la desaforada ingesta de minis cerveceros. Lo celebró el asturiano con un concierto feliz y nada rácano, 26 piezas con elevada concentración de grandes éxitos. Y el ya habitual arranque de El parto, un tema de argumento nada ginecológico, sino autobiográfico: de cómo las musas, a veces con la inestimable colaboración “de María y Juana”, acuden a la mente del artista.
Largirucho como es, sencillísimo en la elección de vestuario (camiseta roja, pantalón blanco), Ramón puede que siga pareciendo un tanto envarado en sus movimientos sobre las tablas. Los kilómetros le han proporcionado, en cualquier caso, toda la desinhibición del mundo. Por eso incita sin descanso al balanceo de brazos, a los estribillos desgañitados, al achuchón oportunista. Y los suyos, equipados con tubitos promocionales de amarillo fosforescente, alzan los brazos, olvidan las mediocridades diarias, sudan las camisetas hasta que casi se transparentan. Y camuflan con sus voces las tradicionales carencias acústicas de La Riviera: como se saben hasta la última estrofa, da un poco igual que el sonido bordee la infamia.
Es ya casi una década de una trayectoria en la que pocos creyeron de entrada, nacida desde un minúsculo sello discográfico del Principado y alimentada a golpe de entusiasmo proletario. Melendi ha aprendido a empastar un poco la voz y no gritar tantas veces eso de “¡Arriba!”, y anoche incluso se nos puso un poquito nostálgico cuando presentó las ya clásicas Caminando por la vida (“llevamos diez años de camino, llegamos aquí con muchas ilusiones y muy poco dinero”) o, claro, Con la luna llena, el título que le proporcionó los primeros réditos. Ahora sigue alimentando la rumba salerosa, aunque con un sesgo cada vez más rockero. Incluso su banda, de negro y con reglamentarias melenas heavies, parece acreditar esta evolución más sutil que traumática.
Títulos como Entre la ropa sucia de Cupido, Melancolemia o Corazón de peón acreditan la faceta más guitarrera de nuestro guaje, pero las mocitas siguen derritiéndose con las baladas (Llueve, sobre los consabidos vaivenes sentimentales) y los clásicos pilluelos: Un violinista en el tejado, Quisiera yo saber, Curiosa la calle de tu padre… La fiesta se prolongó en La Riviera durante casi dos horas y más de uno se quedó a la salida con ganas de remojar los pies en el río. Pero queda todo el verano por delante, así que los discos de Melendi volverán a enamorar a los tortolillos del barrio. Con toda seguridad.
Babelia
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