Las razones de la ejemplaridad
En una sociedad justa cumplir la ley no es suficiente. Y nuestra vida privada da siempre ejemplo positivo o negativo
Cuando en 2009 entregué el manuscrito de Ejemplaridad pública, los encargados de mercadotecnia del grupo editorial objetaron el título y me propusieron un cambio. Otros entendimientos más fértiles han logrado alumbrar un gran caudal de ideas, mientras que el mío, estéril y seco, sólo ha dado una, a la que he dedicado mi vida con devoción filosófica: la ejemplaridad, hilo conductor de mis tres primeros libros. El título, que respondía a un plan trazado desde antiguo, era innegociable y no se cambió. Aludo a los reparos editoriales para mostrar hasta qué punto en 2009 el concepto de ejemplaridad, a juicio de quienes saben, no estaba en el clima cultural del país. Tras publicarse, el libro conoció tres ediciones en pocos meses, lo que podría interpretarse como un éxito siempre que no se olvide la marginalidad del ensayo filosófico dentro del género ensayístico, el cual a su vez es minoritario comparado con la ficción. Con todo, se observó desde el principio que el concepto de ejemplaridad se iba introduciendo en ese clima en el que pocos conceptos caben y además por vía transversal, sin adscripciones ideológicas. En dos años se convirtió en moneda de curso corriente y, en un momento culminante de esta historia, recibió sanción regia cuando el Rey lo usó reiteradas veces en su discurso navideño de 2011. Entonces muchos medios de comunicación me interrogaron sobre las razones del éxito popular del concepto. Desestimando desde el primer minuto la hipótesis de que se debiera a la lectura de mi libro, circunscrito al exótico círculo de frecuentadores del ensayo filosófico, mi diagnóstico se orientó hacia la identificación de dos demandas sociales que los otros conceptos disponibles no satisfacían o no lo hacían suficientemente.
El Estado democrático moderno se ha asentado, entre otros, en dos principios. Primero, el respeto a la ley es condición suficiente para el establecimiento de una sociedad justa; en otras palabras, cumple la ley y haz lo que quieras. Segundo, la vida privada es parcela confiada exclusivamente al arbitrio del yo, quien no responde ante nadie mientras no perjudique a tercero. Normalmente los conceptos producidos por los intelectuales, enunciados en el cielo del pensamiento, progresan más rápido que la historia, frenada por resistencias materiales. En este caso aconteció al revés: las transformaciones sociales reclamaban unos conceptos que explicaran lo que estaba sucediendo y que el manadero intelectual no suministraba.
Y lo que estaba sucediendo era que determinados comportamientos de figuras notorias en España estaban siendo censurados por la sociedad incluso cuando formalmente se ajustaban a la ley. Había un duro reproche a conductas de personas que no eran procesadas o que, siéndolo, recibían luego la absolución del tribunal. Aunque no sancionables en Derecho, repugnaban a la percepción mayoritaria de lo decente y lo honesto. Se necesitaba una palabra que explicara ese plus extra-jurídico de exigencia moral a dichas figuras. En una sociedad justa —esta sería la conclusión— cumplir la ley es condición necesaria pero no suficiente.
Y respecto al segundo de los principios, la vida privada conforma uno de los derechos civiles más importantes conquistados por la modernidad, uno de los mayores regalos que el hombre se ha concedido a sí mismo. En virtud de ese derecho, la democracia reconoce a cada ciudadano, cuando alcanza la mayoría de edad, la prerrogativa de elegir el estilo de vida que prefiera sin interferencias ni tutelas públicas. Esto es y debe ser así, siempre que se distinga entre una concepción jurídica (la anterior) y otra ética de la vida privada. Desde una perspectiva ética, existe desde luego la intimidad, pero no estrictamente vida privada, si por tal se entiende un ámbito exento de influencia de ejemplos. Nuestra vida privada ofrece siempre el cuerpo de un ejemplo positivo o negativo para nuestro círculo de influencia y en este sentido inevitablemente produce un perjuicio a tercero (o beneficio), no un daño jurídicamente perseguible pero sí un daño moral (o un bien). La conciencia de este hecho hace nacer el siguiente imperativo de ejemplaridad: “Que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora”.
El concepto de ejemplaridad satisface adecuadamente la doble demanda, de ahí su amplia recepción social. Por un lado, ejemplaridad sugiere ese plus de responsabilidad moral extra-jurídica, exigible a todos pero en especial a quienes se desempeñan en cargos financiados por el presupuesto público. Por otro, la ejemplaridad no admite una parcelación en la biografía entre los planos de lo privado o lo público —artificio válido en Derecho, no en la realidad— porque denota aquello que Cicerón denominó “uniformidad de vida”, una rectitud genérica que involucra todas las esferas de la personalidad. “Ejemplar” es un concepto que responde a la pregunta de cómo es, en general, alguien, y si parece o no digno de confianza. Cuando el Rey pronunció su célebre discurso navideño, quedó preso del concepto que escogió. Y cuando se aireó su safari en Botsuana, sintió sobre sí todo el peso de su elección. Porque su viaje de recreo no comportaba ninguna conducta ilícita y por añadidura pertenecía a la esfera privada y, sin embargo… el reproche social arreció tanto que hubo de pedir públicas disculpas.
Un concepto útil, pues, pero he de confesar que algo engorroso. Tras lanzarlo al aire, se ha vuelto también sobre mí como un bumerán. Apenas puedo hacer algo que se salga un poco de lo correcto —un comentario rijoso después de un gin-tonic, responder al móvil mientras conduzco— que no haya quien con mirada de pícara condescendencia me endilgue un “ay, ay, ay, la ejemplaridad pública”. Me está desacreditando delante de mis hijos, que constantemente me señalan la diferencia entre mi doctrina y mi ejemplo, y como algún día me pillen en algo feo seré el hazmerreír general. Por eso, me he decidido a cambiar drásticamente de rumbo y elegir un nuevo tema para mi próximo libro: Libertinajes sadomasoquistas. Una apología. Con ello confío en ganar un poco de margen y rebajar la insoportable presión.
Ejemplaridad pública, de Javier Gomá Lanzón, está publicado en Taurus.
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