Admiradores
Se ha dicho que la admiración es el agradecimiento de la inteligencia, aunque los antiguos -de Aristóteles a Marco Aurelio- solían desaconsejarla con desdén. Las almas grandes, según ellos, no conocen el pasmo ante simples semejantes. Carlyle en cambio consideraba señal de estrechez humana la reticencia a admirar y Aurelio Arteta ha escrito un razonado estudio sobre la admiración que deviene en elogio. A mi juicio, la admiración sincera proviene de lo que en nosotros mismos hay de más admirable. Sin embargo, esta valoración positiva se refiere a la que nosotros profesamos: ser admirado, en cambio, es cosa bastante más peligrosa y no digamos buscar la admiración, que puede resultar hasta rastrero.
Para el escritor o el artista la gran amenaza no son quienes le aborrecen, que pueden resultar estimulantes o por lo menos divertidos, sino los que dicen adorarle. Afectan la debilidad esencial de nuestro ánimo, siempre inseguro y ávido de refuerzos. Aunque estemos convencidos de que quien nos elogia es poco de fiar intelectual o moralmente, basta el primer encomio para que reconsideremos nuestra opinión sobre él y empecemos a encontrarle disculpas y cierta prestancia. Aunque lo bueno es gustar de vivir, a menudo confundimos eso con vivir de gustar, que es algo bastante más menesteroso y deleznable…
Claro que tampoco en este asunto hay que pasarse de puritanos: nadie es responsable de sus admiradores, siempre que no les halague a sabiendas para ganarse su ovación. Incluso puede haber admiradores que tengan la honradez de preferir que se les trate como adultos y se les lleve la contraria… Otros en cambio son mucho más condicionales y de su admiración nos enteramos por lo general cuando nos notifican que, ay, la hemos perdido: "con lo que yo le admiraba a usted, pero me ha decepcionado cuando escribió tal cosa o hizo tal otra". Este tipo de declaraciones animan y hacen sentir vivo porque demuestran que no nos hemos convertido en estatua: seguimos caminando, tropezando y cayendo pero en marcha, mientras que el decepcionado se queda refunfuñando junto al monumento del pasado, mirando a las palomas irreverentes que le cagan en el sombrero emplumado… Esa es la diferencia entre el orgullo, que se exige y valora a sí mismo a pesar del criterio de la mayoría, y la vanidad, que sólo come de la mano ajena.
Lo que en el fondo uno quisiera de verdad es encontrar un pecho fraterno para morir abrazado, como en el tango, aunque sabemos que es muy raro que ese galardón se consiga por medio de un libro, un cuadro o una película. Sólo a unos pocos se les puede pedir adhesión inquebrantable (es decir, tan consciente de nuestros defectos seguros como de nuestras virtudes dudosas) y a esos happy few no se les suele conquistar por vía de la estética sino utilizando trucos más sofisticados, como el amor y cosas así. Por lo demás es bueno acostumbrarse a la intemperie, que según el clásico también es una forma de arquitectura.
Los quisquillosos más despiadados no descartan de ante mano a los admiradores ni prescinden de ellos, pero los ponen a prueba: no quieren compartir aprecio con los que a su juicio no lo merecen. Hay que tener un carácter muy fiero para llegar a tanto. Según cuenta en su autobiografía Elías Canetti, Robert Musil tenía una de esas susceptibilidades intransigentes. Cuando alguien se le allegaba para declarar entusiasmo por su obra, lo primero que hacía era preguntarle: "bueno, ¿y a quién más admira usted?". Sometió a esta ordalía al joven Canetti, que optó por responder disparando hacia lo más alto: "a Thomas Mann". A partir de ese momento, Robert Musil no volvió a dirigirle la palabra.
Babelia
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