La novela como verdad reveladora
Uno de los ensayos más lúcidos que se publicaron en 1969, fue sin lugar a dudas La nueva novela hispanoamericana. Sus páginas están llenas de indicaciones precisas y lúcidas sobre la necesidad de redefinir el discurso novelístico en Hispanoamérica fuera de los causes de un encorsetado realismo y mucho más encorsetado si esa tendencia se redondeaba (o deformaba) con la fórmula fetiche en esos días: el realismo socialista. Contra él, Fuentes esgrimió una ecuación infalible para abrir la literatura a otros campos semánticos y otros territorios estilísticos: la novela, según el autor de Cambio de piel, estaba obligada a configurarse como mito, lenguaje y estructura. Muy pronto esa propuesta encontró sus frutos en la primera obra del gran escritor mexicano, La región más transparente (1958): como sucederá en posteriores novelas suyas, Fuentes pone en funcionamiento uno de los resortes más eficaces en su búsqueda de una verdad reveladora en la historia de México: lo que José Miguel Oviedo denomina con excelente ojo clínico “el rostro y la máscara”. En esta estela habría que situar lo que para una generación de lectores (entre los que me cuento dichosamente) fue una de las novelas más exactas y más inteligentes de la segunda mitad del siglo veinte y parte del actual. Me refiero por supuesto a “La muerte de Artemio Cruz” (1962). Lo fue por la valentía de su propuesta desmitificadora, y lo fue por que en su manera de estructurar los materiales históricos, el sentido final recaía en su forma novelística, y en el espíritu de su escritura: ese eficacísimo y luminoso monólogo interior. Nunca he visto representada la ambigüedad humana, ese saber o no saber a ciencia cierta si el protagonista que agoniza traicionó o no la Revolución mexicana o si en el seno de ésta ya estaba prefigurada la traición moral: la tragedia de un país y de un individuo.
Carlos Fuentes escribió también cuentos y novelas breves, además de imprescindibles ensayos. Recuerdo un texto sublime como “Aura”, novelas de una complejidad aun mayor que “La muerte de Artemio Cruz”, como “Terra nostra” (1975). Con “Cambio de piel”, dedicada, dicho sea de paso, a Julio Cortázar, tiene bastante de esa materia de juego, fluida, envolvente y a la vez inasible, que tanto vemos en “Rayuela”. En las novelas de la última década, el proceso de organización de la materia narrativa conoce la distención en los asuntos y los tratamientos: pero nunca deja de preocuparle la naturaleza falsificada de la cosa pública mexicana, esa doliente e infinita dialéctica entre el rostro y la máscara. A esto apunta por ejemplo “Adán en Edén” donde un impagable Adán Gorozpe encarna a un personaje trasnochado por lo decimonónico pero tan real en su presencia cotidiana y doméstica: el arribista.
Con Carlos Fuentes se va uno de los grandes nombres de la novela como relato de las heridas históricas. Siempre defendió que la función de la novela “no es explicar sino afirmar la multiplicidad de lo real”. En resumen, el gran autor de la novela del ser perdido en la historia.
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