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CAFÉ PEREC
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El banquero en jefe aguardiente

Enrique Vila-Matas

Lectura de una entrevista de Enric González a Juan Marsé en Jotdown. En un momento dado, hablan de la verdad en literatura y de ese tipo de conflicto entre lo creíble, lo inverosímil y lo real que no acabas de creerte y que dice Marsé que no entienden esos “peliculeros” que parecen desconocer que para hacer creíble algo que es falso se han de haber acumulado antes muchas mentiras aparentes: “Me parece que Pío Baroja decía que la única verdad de una novela es lo que se cree el lector”.

Oscurece, cierro el ordenador, salgo a la calle, entro en un cine a ver una película que resulta ser boba de solemnidad y en la que encima es difícil creerse algo de lo que allí se cuenta. Y, de pronto, justo a mi lado, un hombre se cae de su butaca, de puro aburrimiento. Ha sido el tedio, el propio vecino caído me lo confiesa. Bien pensado, no es tan sorprendente. A fin de cuentas, no a todo el mundo le sienta bien la obligación de divertirse, tener que ser consumidor de películas burras y supuestamente entretenidas. Es posible que no estemos en la sociedad del espectáculo, más bien en la del tedio.

Miren a su alrededor, por favor. Hay gente cayéndose de mortal aburrimiento por todas partes. Impera el lenguaje económico ininteligible, en el fondo un torpe encubrimiento del enlace hispano entre política y altas finanzas. Me pregunto si no debería al menos narrar esa caída de mi vecino en el cine, pero sospecho que no me creerían, quizás porque el incidente se parece al que, tras la visita a un cabaret, describiera Kafka un 23 de mayo de 1912 y que no hace mucho Karla Olvera comentó con agudeza en La música en un tranvía checo.

Recordemos la entrada de Kafka en su diario: “Ayer: un hombre se cayó de su butaca detrás de nosotros, de puro aburrimiento”. Recuerdo que el suceso le permitió hablar a favor del derecho al tedio en una época en la que, al igual que ahora, todo el mundo parecía obligado a reírse ante lo que programaba el general en jefe de las carteleras; “el banquero en jefe aguardiente”, podríamos también llamarlo, parafraseando un aforismo de Lichtenberg.

También entonces pensar era mal visto. ¿Por qué caímos más bajo que la bolsa y la vida? A los pocos minutos, vuelvo a plantearme si he de narrar la caída de mi vecino, pues a fin de cuentas la curiosa coincidencia con un suceso de la Praga de hace cien años puede sacarme de mi propio tedio y hasta darme la oportunidad de clamar contra tantos años de rumbo errante, de marchar todos sonámbulos, anegados en una política general de ineptitud y desvarío, de una demencia como de orujo.

Salgo del cine y, mientras cruzo las calles nocturnas, me voy concentrando en el mundo de la verdad que se esconde en las ficciones. Y ya en casa me ratifico en algo que cada día tengo más claro: a la hora de escribir, lo que cuenta para mí no es la realidad, sino la verdad. Quizás por eso me atraigan tanto los exploradores, los detectives, toda esa clase de husmeadores que se excitan en cuanto sienten que la huella de la presa se intensifica.

De pronto, al mirar distraídamente por la ventana, contemplo cómo un transeúnte, tras unas leves vacilaciones, se estrella contra un árbol. Tras el tortazo, se levanta. No es nada, parece que diga a los que se están interesando por él. Quizás sea verdad y sólo se haya estrellado otro tipo aburrido. Pero sea como fuere, es lamentable el fracaso de la industria del entretenimiento. ¿Quién me creerá cuando hable de los caídos y de Madrid y su millón de cadáveres? Bueno, siempre habrá honrados barojianos, gente sin temor a la verdad, humildes solitarios habituados a verificar que el caos y lo soporífero –encharcados en el aguardiente del banquero- llegaron con brutalidad hace tiempo y lo hicieron para quedarse.

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