‘Reservoir Underdogs’
'Los jugadores', de Pau Miró, un autor cada vez más afianzado, es una comedia negra sobre la adicción al riesgo para escapar de unas vidas sordamente desesperadas. Grandes trabajos de Jordi Boixaderas y Jordi Bosch, en el Lliure
Actor ocasional, autor de fuste y notable director, Pau Miró se dio a conocer en 2004 con Llueve en Barcelona, un insólito triángulo entre una puta, su cliente y su chulo, que esquivaba cualquier posible tópico con humor, con poesía, con ferocidades imprevistas. Se estrenó en la sala Beckett, en formidable montaje de Toni Casares, pero no tuvo tanta suerte en su versión castellana (Valle-Inclán, 2009) por una crispada puesta de Francisco Saponaro. De entre sus muchas obras posteriores, mis favoritas son Sonrisa de elefante (2006), en la que un viejo director y autor teatral, misteriosamente retirado cuando estaba en la cima, accede a recibir a su más ambicioso alumno, que quiere hacerse con su pieza inédita, y Jirafas (2009), que cerró su “trilogía con animales”, cuya sugestiva trama central narraba el viaje en el tiempo de un niño (presuntamente abducido por extraterrestres) que retorna a la Barcelona de su infancia para salvar a su madre de un destino esclavo. No es, como puede verse, un dramaturgo previsible ni anclado en tonos o géneros.
Los jugadores, su más reciente entrega, que está desbordando el Lliure de Gràcia, ya comienza a ser conocida como “la función de póquer en la que no se juega al póquer”. Tiene poco que ver, pues, con películas como Casa de juegos, de Mamet (que también fue llevada al teatro), o Dealer’s Choice, de Patrick Marber, con la que comparte el múltiple retrato de personajes fracasados. Aquí vemos el antes y el después de las partidas, o a lo que estas conducen. Como cualquier jugador, los cuatro protagonistas anhelan “esas milésimas de segundo”, dice uno de ellos, “en que una carta decide el giro de la noche”. Pero su verdadero asunto no es el juego sino la adicción al riesgo, la oscura compulsión a ponerse en peligro para sobrellevar unas existencias grises y sordamente desesperadas. Los jugadores de la historia rondan la sesentena y no hacen más que perder: trabajos, parejas, futuro. Poco a poco descubrimos que no son ningunos angelitos: hay algo explosivo y turbulento en cada uno de ellos. Miró los dibuja con humor esquinado, con silenciador. No los sentimentaliza, pero tampoco los denigra. El tono está a caballo entre Pinter y Kaurismaki, y podría recordar en algún momento (sobre todo en su tercio final) a Dispongo de barcos, de Cavestany, aunque sin su distorsión surreal.
Andreu Benito interpreta al dueño de la casa, un profesor de matemáticas descabalgado de su carrera por un acto de violencia y obsesionado hasta el sonambulismo por los presuntos dictados de su padre muerto: una caja con reliquias y un mensaje escrito en un pañuelo desencadenan la conclusión. Boris Ruiz es un barbero con ideas negras, cuya antigua barbería está a punto de cerrar porque, en frase feliz, “los clientes o se quedan calvos o mueren”. Benito y Ruiz son dos actores eminentes, aunque tuve la sensación de que esas interpretaciones ya las conocía un poco. Diría que Ruiz aborda su personaje en una clave (mitad bufón, mitad mosca cojonera) que ya le vimos en Quitt y en roles anteriores. Siendo eficacísimo e incluso brillante, ese registro está a un paso del “tipo”, cosa que no es mala en sí misma pero puede acabar produciendo una cierta fatiga. Me pasa algo similar, a ratos, con la labor de Andreu Benito: es igualmente poderoso, pero tengo la sensación de que esas miradas al vacío y esos finales casi en susurro rozan el tic.
Los trabajos de Jordi Boixaderas y Jordi Bosch me resultan más sorprendentes. Boixaderas, en el rol de un actor cleptómano (robos humildes, casi conmovedores: una bolsa de madalenas, una ginebra sin marca), cierne algo tan difícil de atrapar (y de mostrar) como es el perfil de una ausencia; una mente que, de derrota en derrota, de resaca en resaca, ya ha comenzado a pasar al otro lado, ya ha entrado en el blanco, y el concepto es literal: hay un fragmento estupendo en el que anhela, como una droga, la excitación de los “blancos” en escena, el momento más temido por cualquier cómico, pero que a él le hacen sentirse más vivo que nunca. Hay en la composición de Jordi Boixaderas una picardía sensacional, una mirada aureolada de avispas imaginarias pero certísimas, y una levedad que aterra y divierte al mismo tiempo, en la línea de los clochards filosóficos que interpretaba Piccoli. Jordi Bosch, también a contratipo, da vida a un enterrador amargo y furioso, que solo vive para follar con una puta ucraniana y escuchar sus relatos, y en sus irrefrenables explosiones de ira exhala una similar alquimia de contrastes (peligro, comicidad) que hacen pensar en el mejor Landa.
Queda muy claro, a la postre, que esos cuatro pueden ser capaces de cualquier cosa a la que el vapor acumulado levante sus tapaderas. El texto y la dirección de Pau Miró nos llevan de la nariz, y es difícil adivinar plenamente el sesgo último del relato. Hay, creo, un par de pegas en la escritura que lastran lo que podría ser una faena rotunda. Me parece que a la función le falta algo de nervio en la parte central, un tanto lagunesca, y diría que hay una disparidad molesta en el suministro de la información. En su mayor parte se nos da sabiamente agazapada en las esquinas de las frases para que explote más tarde, pero en otras ocasiones llega con impericia, cuando un personaje pregunta a otro cosas que ya sabe, y ese procedimiento antañón reblandece un poco el diálogo, que se queda ahí en mero suministro de datos.
También he visto la versión original (esto es, en catalán) de Burundanga, de Jordi Galcerán, que ha llegado a Barcelona, curiosamente, a rebufo de su éxito en el Maravillas madrileño: los productores, por lo visto, no acababan de decidirse. Burundanga está, como escribí en su momento, a un paso de Paso. Del mejor Paso, el de Vamos a contar mentiras o Usted puede ser un asesino: extraños retornos. Muy bien dirigida por Jordi Casanovas, ha reventando, merecidamente, la taquilla de la Villarroel. Efervescentes trabajos (Roser Blanch, Clara Cols, Pablo Lammers, Sergio Matamala), con la perla, como estrella invitada, de un inmejorable Carles Canut. Solo me fastidió un poco la gestualidad algo excesiva de Clara Cols, una actriz tan dotada como natural, que no necesitaría buscar el efecto cómico. Disfruten de Los jugadores y de Burundanga.
Els jugadors. Texto y dirección de Pau Miró. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 20 de mayo y del 6 al 17 de junio. www.teatrelliure.com.
Burundanga, de Jordi Galcerán. Dirección de Jordi Casanovas. La Villarroel. Barcelona. Hasta el 3 de junio. www.lavillarroel.cat
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.