La santa de las sufridoras
Puede que yo tuviera mala suerte: en los años setenta y ochenta encontré demasiadas fans de Janis pertenecientes a la variedad melodramática. Veneraban a la Joplin sufridora, supuesta mártir del machismo del rock. Construían pequeños altares a la difunta, recitaban poemas entre suspiros. Si mencionabas que Janis pagó la lápida para Bessie Smith, enterrada sin nombre en un cementerio de Pensilvania, no parecían impresionadas y, desde luego, tampoco interesadas por escuchar a la Emperatriz del Blues.
La suya, la victimista, era una lectura posible pero reduccionista. Han salido dos discos que permiten resituar a Janis. El primero, con Big Brother and the Holding Company, se titula Live at the Carousel Ballroom 1968. Pertenece al legado de Owsley Stanley, alías Oso, el muy legendario fabricante del mejor LSD, que también se empeñó en construir el perfecto equipo de amplificación para The Grateful Dead. Oso grababa sus conciertos y, de paso, a sus compañeros de cartel. Sus teorías sobre el sonido, puestas en práctica en el presente disco, fascinarán a los audiófilos, aunque les obliguen a mover los bafles (más que estereofónicas, sus grabaciones aspiraban a la tridimensionalidad). Pero lo que aquí interesa es la música que hacía Janis con aquellos instrumentistas hirsutos.
El tópico pretende que Big Brother era una banda torpe, que no se merecía a Janis. Eso aseguraba Albert Grossman, el mánager vampírico que sabía que una Joplin en solitario sería más vendible (coincidía con la discográfica). Pero suponía no comprender los valores del rock de San Francisco: gomoso, guitarrero, palpitante y, por tanto, difícil de tratar en el estudio.
Live at the Carousel Ballroom 1968 presenta a una desmelenada banda en plena erupción, con elocuentes fraseos de James Gurley y una Janis que se castiga la garganta. Un retrato de un tiempo libérrimo, donde los mansos jipis convivían con los bárbaros Ángeles del Infierno: el concierto se interrumpe con un aviso a los moteros de que la policía quiere llevarse sus máquinas, aparcadas en el exterior.
Ese mismo año, Janis rompió con su grupo y aceptó reinventarse como soulwoman, con sección de metal, todos músicos mercenarios. La profundidad de su error se manifestó a finales de 1968, cuando se presentó en el concierto de Navidad del sello Stax, en Memphis, ante un público mayormente negro que no entendió aquella suplantación.
El despiste se enmendó en 1970, al ponerse al frente de una formación compacta y modesta, la Full Tilt Boogie Band. Con ese quinteto grabaría lo que sería su disco póstumo, Pearl. Ahora se publica un doble, The Pearl sessions, que contiene un CD casi totalmente inédito. Janis grababa al viejo estilo, cantando mientras su banda toca detrás. Y cada toma ofrece una nueva visión de material que ya conocíamos; se evidencia su creatividad, su entusiasmo.
Esas interpretaciones, junto con la cháchara de estudio ahora rescatada, retratan a una Janis nada trágica. Se burla de su último novio, que ha decidido viajar en plan mochilero al Nepal. Y maneja el entusiasmo del productor, Paul A. Rothchild, que en las notas se confiesa enamorado de la vocalista. Comparado con su antiguo trabajo al lado de los Doors, aquello iba maravillosamente.
Tanto que Janis decidió celebrarlo. El disco ya estaba casi completado cuando se inyectó heroína en su hotel. Lo había dejado y tal vez no estaba acostumbrada a la alta calidad del caballo que entonces llegaba de contrabando en el puente aéreo del Ejército estadounidense que unía California y Vietnam. No quería revelar esa debilidad: se hallaba sola en su habitación, sin la precaución de hacerse acompañar por alguien con suficiente experiencia para enfrentarse con una sobredosis.
Un error, un desliz fatal. Pero no había nada predestinado. Se incluyen fotos de Janis en el Carnaval de Río de Janeiro; luce feliz, un estado quizá no ajeno a la sensación de saberse en la buena senda musical. No hubiera querido ser recordada como un ejemplo moral, una sacrificada a no se sabe muy bien qué Dios terrible.
Babelia
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