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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Tribuna
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Caramelo de limón

Marcos Ordóñez

Las canciones imantan esquinas, horas y épocas (no necesariamente vividas) hasta formar un mismo paisaje, un presente inmemorial. Intentemos desarrollar esa premisa. Desde Madrid, el Zurdo soñaba con una Barcelona parisina escuchando los nombres de las calles enumeradas en Posterior, aquella gran canción de Ia Clúa, ahora partiéndose de risa con su compadre Gato en el cielo de los músicos, y desde Barcelona yo me reinventaba Madrid con otras canciones, aquel Madrid reinventado a su vez por Umbral y Luis Carandell, de modo que ahora se me mezclan las épocas en la misma marmita, y no puedo atravesar ya la Puerta del Sol al atardecer sin escuchar en mi gramola imaginaria Las siete menos cuarto de los Pistones, no puedo pasar en lo más alto de agosto por cierta calle sin ver un piso vacío donde llueve y llueve pero Hilario Camacho sigue cantando Los cuatro luceros, ni cruzar por los santos lugares donde estuvieron Oliver, el Pub de Santa Bárbara o el pequeño teatro del TEI (Almirante, Fernando VI, Magallanes) sin que vuelva a sonar en mi cabeza Caramelo de limón, mi primer single de Vainica Doble, mi perfecta banda sonora para aquel Madrid de finales de los setenta.

Para mí había entonces dos canciones como había dos Madriles y dos cielos grises. El primero lo pintaba Pi de la Serra en Un dia gris a Madrís y parecía inexpugnable, cubierto de brazos en alto y cegado por la polvareda del diario dinamitado. El segundo ("Caramelo de limón / el sol de mi país/ cielo blanquecino y gris / palomita de anís…") era ese mismo cielo que comenzaba a resquebrajarse con relámpagos lisérgicos dibujados por Zulueta o Eguillor, y anunciaba un sorprendente florecimiento de pamelas compradas en Portobello durante una excursión clandestina de fin de semana. ¿Cuándo escuché por primera vez a las Vainicas?

Diría que en Fábulas, la serie de Jaime de Armiñán, y el retorno a la tele de Fernán-Gómez, tras años de exilio catódico por haber firmado la carta de Asturias. Escucho aquel Caramelo de limón definitivamente ácido y veo pamelas amarillas rompiendo el gris, y me imagino a Carmen Santonja y Gloria Van Aerssen viviendo en un piso de chicas pop, como Tina Sainz y Patty Shepard y Mercedes Juste en Un dos tres al escondite inglés, la película de Zulueta, el Zulueta de Último grito (¿quién, si no?), un eco probable de aquel mítico piso gineceico de Juby Bustamante en Conde de Aranda (de Juby, y Marisa López, y Julia Barrero, y Johanna McWay) que tanto fascinó a Umbral, y al ritmo de esa música veo a Antonio Drove (sí, también con pamela: lo siento, Antoñito) sometiendo a Tip y Coll a dieta intensiva de Mizoguchi para que pudieran hablar japonés de camelo en aquel episodio inenarrable de Pura coincidencia, en un oculto repliegue de La 2, que entonces todavía se llamaba UHF, como las siglas de un fenómeno extraterrestre, un auténtico expediente X, que lo era, vaya si lo era: voces y gestos de un Madrid subterráneo, emergente, o simple y orgullosamente lateral, reinventado para resquebrajar el gris.

¿Cuántos cielos llevamos? Siempre hay cielos paralelos (Sisa contó siete) y pasillos que desembocan en esquinas sorprendentes. Yo paraba entonces en el impersonalísimo hotel Puerta de Toledo y el otro día supe que pocos años antes había sido el varadero favorito de Jean Genet: ni ciego de Machaquito me hubiera imaginado eso. ¿Es este un artículo nostálgico? No, es un artículo parapsicológico: la música revive fantasmas, repinta esquinas olvidadas, enlaza pasillos y cielos, y vuelve verídicos los recuerdos atisbados o imaginados. Quizás se inventó para cosas así.

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