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El caracol obstinado

El poeta y narrador argelino deja constancia de la vida de un funcionario del norte de África en su libro El caracol obstinado. Una fábula política

Rachid Boudjedra (Ain Beida, 1941) es uno de los poetas y narradores argelinos más destacados. Su vida en exilio y su defensa de los derechos humanos lo han convertido en una de las referencias para los magrebíes. Ahora se publica en España El caracol obstinado, editado por Cabaret Voltaire. Una fábula política en la cual critica con humor al régimen de su país y al sistema burocrático capaz de coartar y restringir libertades y la imaginación.  El comienzo de su libro es el Matasellos de hoy, la sección en la cual un escritor de literaturas un poco periféricas en España comparte con nosotros una mirada sobre su país.

EL PRIMER DÍA

Hoy, he llegado con retraso a la oficina. No me gustan los días de lluvia. Los niños están nerviosos y los embotellamientos imposibles. Entonces es cuando empieza a manifestarse seriamente. No me preocupa demasiado, pero pensar que puedo

dar con él al salir de casa me pone nervioso. Por muy temprano que salga los días de lluvia, no llego nunca puntual al trabajo. El conductor del autobús charla con los pasajeros como adrede. Siempre es el mismo, porque me retraso con puntualidad. Suelo perder el de las 8:30. Nunca el de las 8:45. Con un poco de suerte, podría llegar en punto pero al conductor del autobús nº 21 no le agobia el horario. La

puntualidad no es su mayor preocupación. Se queja de lo cara que está la vida. Por él me he enterado de que ya no hay quien compre carne. He decidido prescindir de ella. Él amenaza con ir a quejarse a la oficina de control de precios. El muy idiota, pierde el tiempo y me lo hace perder a mí. Así pues, he llegado con retraso. 9:07. Lo he apuntado en un trozo de papel. Hoy trabajaré siete minutos más. No

se me olvidará. Al entrar yo, los empleados han mirado el reloj. Incluso se ha sonreído la secretaria. También lo he escrito en otro trozo de papel que me he guardado en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. El otro, en el que he apuntado mi retraso, en el bolsillo derecho. Como lo anoto todo, no se me olvida nada. Puede seguir sonriendo, de todos modos el jefe soy yo. Mi madre decía el camello no ve su propia joroba. La secretaria tampoco. No es jorobada. Pero tanto da. Por supuesto, nadie se ha atrevido a hacer comentarios. Ya me conocen. Tengo mano dura. No me he fijado a qué hora lo he visto. Qué más da. Es de una regularidad ejemplar.

Depende del tiempo. Seco o lluvioso. La diferencia es de una hora. Exactamente una hora. Por algo he comprado un cronómetro de gran precisión. Es dinero bien invertido. Me va en ello la vida. Tiene su importancia. Si todo el mundo fuera tan estricto como yo, la ciudad no estaría en semejante estado de suciedad. Por eso mi vida es tan valiosa. Más que la del conductor del autobús. De todas formas, morirá

pronto. La inflación acabará con él. Sé de qué hablo. Es lo que se llama una inflación importada. Yo leo la prensa especializada. Recorto los mejores artículos. El año será duro para los países subdesarrollados. Yo sé mirar las cosas de frente. De qué sirve quejarse. Me da la impresión de que este hombre hace propaganda subversiva. Con esos amargados que transporta, tiene un público escogido. Muy

receptivo. Siempre hay alguno que acaba dándole un pitillo. Lo que no impide que siga quejándose y fumando, aunque esté absolutamente prohibido. Al final de la jornada se ha fumado un paquete gratis. Hoy he llegado con retraso a la oficina, sin embargo no he inventado la teoría de la inflación importada. La limpieza de la ciudad me da bastantes preocupaciones pero enseguida me pongo al corriente. Dos

o tres centros de interés. Nada más. Si no sería la dispersión. Un desperdicio de tiempo.

Las ratas sí que no pierden el tiempo. Son 5.000.000 consumiendo y reproduciéndose. Como número no está mal. No me cree mi secretaria. Piensa que me lo invento. Hasta las autoridades no quieren oír hablar del tema. 5.000.000. Una cifra eficaz para una lucha a largo plazo. Pero es demasiado duro para los corazones sensibles. Incluso desaprobaron mi idea de llevar a cabo una campaña nacional con este lema: ¡5.000.000 de ratas en la capital! El ayuntamiento temía una reacción de pánico y un éxodo que bloqueara el engranaje de la ciudad más grande del país. No dije nada. La obediencia ciega es la cualidad esencial del funcionario. No lo pongo en duda. Hay que meterle miedo a la gente. El civismo de las masas es una utopía. Un guía. Un lema. Nada resiste a semejante simplificación. La responsabilidad. Ni siquiera las ratas se libran de ello. No soy un politólogo (¡no tengo que olvidar apuntarlo en un trocito de papel!) pero en mi casa leo. Tengo tiempo. No me disperso. No divago. Saber concentrar los esfuerzos sobre un objetivo concreto y hacer todo lo posible para alcanzarlo. Es lo que hago. Una sola meta en mi vida. Aniquilar las ratas de esta bella ciudad que podría ser más limpia.

Pero la recogida de basuras no es mi problema. Ni la erradicación de las moscas, de los mosquitos, de los chinches, de las hormigas, etc. Sólo me interesa la especie de las ratas. La conozco bien. Apunto en fichas todo lo que a ella se refiere. Tengo guardado el fichero en mi casa. Celosamente. Años y años de trabajo. Los empleados de mi departamento están aquí porque no encontraron trabajo en otro sitio. La administración tiene dificultades para encontrar personal. Los jóvenes tienen prejuicios. ¡Más vale no hablar de las mujeres! No se quedan. Les da la

ictericia y al cabo de unas semanas, se van a trabajar a otro sitio o se casan. Les gusta casarse. Aunque sólo sea una vez. ¿Por qué esta obsesión? ¡La reproducción!

Lo único que les interesa de verdad. Como a las ratas y a los ratones. Yo vivo solo. Una originalidad en una ciudad donde el instinto gregario es muy fuerte y la concentración familiar compacta. Pero las ratas van más deprisa. Está demostrado.

Sólo que la gente no lo sabe. Dos ratas por habitante. Las autoridades municipales no me creen. Ya intentaron quemar mi fichero, pero tengo otro oculto en casa de mi hermana en el campo. Ella cree que es un fichero policial y se hace pasar por mi cómplice. En realidad, quiere casarme. Pero me hago el loco desde hace veinte años. Acabará por resignarse y pedirme que me lleve el fichero. No dejo de ampliarlo.

Todo lo referente a las ratas está rigurosamente registrado. Mis trocitos de papel me ayudan eficazmente. Siempre tengo muchísimos, y por la noche, en mi casa los paso a limpio. El contenido lo pongo en fichas por duplicado. Estoy trabajando para el porvenir.

Hoy, pues, he llegado con retraso. Gotas glaucas se estiran en elipses de arriba abajo por las ventanas y estrían la superficie de los cristales en los que se

mezcla el reflejo de los árboles que alegran el patio. Una jornada laboral diferente de las demás. Me detengo fijando la atención sobre el grisáceo del vaho, satén reverdecido por el reflejo como musgo opaco adherido a la arcilla. Lo prefiero. Prefiguración laberíntica. Aborrezco la nostalgia. Echo de menos a mi madre. Se lo debo todo. El orden y el rigor y el horror a los días de lluvia, a la función reproductora del hombre y de los espejos. Prefiero pensar en todo esto antes que en mi encuentro de esta mañana. Mi madre había decidido: un chico y una chica. Así se

hizo, al cabo de tres años de matrimonio. Tuvo que guardar las distancias. Mi padre tosía. Ella le repetía que la abstinencia era el único remedio. Mi madre fue estricta. Se convirtió en el hazmerreír de su familia y de sus vecinos. Pero aguantó. He heredado sus repulsiones y me he especializado en la reproducción de las ratas. No quiero pensar en lo que he visto esta mañana. Estaba ahí. Agazapado en la hierba

corta del jardín, haciendo alarde de su presencia. En posición de combate. Con los cuernos cruzados. He fingido no haber visto nada. He corrido hacia la parada. Mi autobús habitual acababa de marcharse. Me provocaban de todas partes y los colegiales cuchicheaban palabrotas dirigidas a mí. Incluso he oído una. La he escrito inmediatamente en un trocito de papel. No quiero equivocarme, acusarles de haber pronunciado otra palabrota con el pretexto de que se parecen todas y que tienen la misma sonoridad de base concentrada esencialmente en el sonido «j». De manera que para no caer en estos errores, he apuntado lo que he oído. Los granujas se han asustado cuando me han visto sacar un trozo de papel de 2x2 cm, destapar mi bolígrafo y garabatear algo. Han salido pitando. Me toman por un brujo porque soy un solterón. Sus madres les incitan a la violencia contra mí. Me acusan de querer

eliminar la especie humana. En realidad sólo la tengo tomada con las ratas. Hasta nuevo aviso. Mi profesión es matarlas. Es cierto que no me gustan los niños pequeños. Pero ése es otro tema. Mi padre tosía. Siempre le oí toser. Mi madre había dicho si quieres otros hijos, morirás de los pulmones. Él no insistió demasiado. Ella sabía decidir. Un chico. Luego una chica. Así se hizo. Sigue lloviendo. Mi madre decía la nostalgia es cosa de mujeres y de tísicos. Tenía razón. Pues me horrorizan la nostalgia, los espejos y la lluvia. Pero me gusta el vaho y las gotas de lluvia por encima. Dibujan laberintos en zigzag, semejantes a los itinerarios de las ratas que

describió Abu Ozman Ibn Bahr (166-252 de la Hégira) en su Tratado de los animales. Porque la rata no corre. Zigzaguea. Ignora la línea recta. Anda con rodeos. Si no, las gotas de lluvia apretadas y finas que rayan el grisáceo herboso del cristal no me interesarían. En cuanto se trata de ratas, estoy fascinado, concentro toda mi atención. Tengo que apuntar en un trozo de papel esta analogía entre los recorridos característicos de las ratas y las sinuosidades de las gotas de lluvia sobre un espacio liso. Sigue lloviendo. Siete minutos que recuperar. El teléfono empieza

a sonar. En verano es peor. El teclear socarrón de la máquina de escribir. Los pasos precipitados de las primeras visitas. El conductor del autobús, etc. Una verdadera jornada de trabajo, sí.

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