Leonora Carrington, plano a plano
Un documental retrata el ‘juego surrealista’ de la pintora y escritora
“Cuando alguien dice que eres fuerte es que piensa pisotearte”. Lo afirma Leonora Carrington, que siempre tuvo fama de fuerte y, en el fondo, siempre tuvo miedo. Miedo a los nazis, miedo a la guerra, miedo a la locura, miedo a la muerte. Carrington llevaba tanto tiempo en los libros de historia del arte que, cuando murió en mayo del año pasado, mucha gente se sorprendió de que siguiera viva. Esa misma sensación tuvo hace 20 años el periodista y director de cine Javier Martín-Domínguez cuando la descubrió al leer Memorias de abajo.
Martín-Domínguez había rodado ya un documental sobre Paul Bowles y una versión de Viaje a la luna, de García Lorca. Parecía, pues, preparado para manejar la mezcla de mito y surrealismo que fue Leonora Carrington (1917-2011), hija de una familia más que acomodada, pintora, escritora, compañera de Max Ernst —ella era la novia del viento; él, el pájaro superior—; refugiada de la Segunda Guerra Mundial en un psiquiátrico de Santander; emigrada al Nueva York de los vanguardistas; casada con Chiki Weisz —el fotógrafo que ordenó la famosa maleta de Capa—; anclada, finalmente, en la calle Chihuahua de la colonia Roma, Ciudad de México.
A aquella casa llena de escaleras y árboles llamó Martín-Domínguez hace cuatro años. La propia Carrington cogió el teléfono. Hablaron. Quedaron en verse. Se vieron. También quedaron en grabar una charla para incluir en una película sobre su vida. La conversación iba a durar una tarde; duró 10 días. “Tuve suerte: congeniamos”, dice el director en la oficina de su productora, Time Zone. “Y eso que es complicado rodar con alguien de 90 años que no es precisamente expansivo. Bowles era lo contrario: hablaba por los codos”.
En la película, la pintora no parece callar; eso sí, controla perfectamente sus silencios: “Usted pregunte. Yo ya veré si contesto”, llega a decir. Hoy se estrenará en el Festival de Cine de Guadalajara (México) el resultado de aquella síntesis de dos décadas de obsesión y casi dos semanas de charla: Leonora Carrington. El juego surrealista.
La película es un retrato sin narrador salpicado por escenas oníricas representadas por la perfomer La Ribot y fotografiadas por Javier Aguirresarobe. El propio hijo de Carrington, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska —autora de la biografía novelada Leonora (Seix Barral)— son algunos de los encargados de completar el perfil de una figura que llena la pantalla en cuanto aparece: frágil, arrugada y elegantísima con su rebeca de colores, fumando sin parar, mezclando el inglés y el castellano, sonriendo en francés: “¿Conoce el juego Si yo fuera una flor…? Los surrealistas jugaban mucho”.
“Carrington fue surrealista de nacimiento”, dice su amigo Alan Glass. Y rebelde. Se pasó la vida huyendo: de las clases de equitación y esgrima en la casa familiar de Lancashire; de tres colegios y del psiquiátrico de Santander en el que la internaron cuando Max Ernst fue deportado por los alemanes. Ella, que lo adoraba, sufrió un shock del que le costó reponerse. Tenía 23 años. Huyó a una España recién salida de la Guerra Civil. “Habían volado los puentes en las carreteras. Yo tenía miedo todo el rato”, recuerda. Luego calla: “Prefiero no hablar de eso. Me pone enferma”. Su libro Memorias de abajo (Siruela) nació de ese pavor y de la psicosis. Le recomendaron que escribiera para liberarse de todo aquello y lo hizo. Poco después André Breton la incluyó en su Antología del humor negro.
“Siempre hubo un relámpago de horror en sus ojos cuando hablaba de los campos de concentración”, cuenta Poniatowska. Para cuando se puso a escribir, la combinación entre la imaginería celta heredada de su madre, irlandesa, sus propios fantasmas y unas enormes dotes para el dibujo la habían convertido en una artista irrepetible. “Puedes aprender a dibujar”, dice en la película, “pero el talento no sabemos de dónde viene”.
A México —donde era “una presencia monumental”, apunta Martín-Domínguez— llegó después de huir del manicomio, refugiarse en la embajada mexicana, casarse por conveniencia para conseguir los papeles y pasar por Nueva York. “No tenía ni idea de cómo era México. Pensaba que la gente iba a caballo”, cuenta ella. Divorciada, se casó con Emerico Chiki Weisz —fotógrafo, húngaro, judío y antifascista—, que había estado en la guerra de España. Tuvieron dos niños. “El amor más importante es el amor a los hijos. ¿A otra persona? Ni me acuerdo… Hace tanto... ¿Que cómo es? Como una borrachera. Las borracheras se quitan con un dolor de cabeza, pero el amor a los hijos sigue”.
Amiga de Remedios Varo y de Luis Buñuel —“nunca vi sus películas”, asegura—, el miedo asaltó de nuevo a Carrington cuando Elena Garro, primera esposa de Octavio Paz, la señaló como inspiradora de las revueltas del 68. Se marchó una temporada a Estados Unidos antes de regresar definitivamente al sitio en el que murió con 94 años. “Yo no soy fuerte. Cuando alguien dice que eres fuerte…”. Al final no pintaba. Hacía, eso sí, esculturas de cera: árboles con vida, caballos alados... Siempre le gustaron los animales. “Los humanos no somos más que primates complicados”, dice Carrington a la cámara. “Me da mucho miedo el tiempo porque no lo entiendo. Cuanto más viejo eres, más rápido va todo”. En los instantes finales de la película, sopla las velas de una tarta, enciende un cigarrillo a escondidas de sus hijos, sonríe, calla, murmura de nuevo: “Tuve una vida aburridamente normal”.
Una vida de arte y rebeldía
1917. Leonora Carrington nace en Lancashire, Inglaterra. Su rebeldía la lleva de un colegio a otro hasta acabar en una academia de arte florentina, a pesar de la oposición de su padre, un rico industrial del textil.
1927. Ese año, la niña Leonora ve por primera vez un cuadro surrealista. Una década después, con 20 años, conocerá en Londres al pintor alemán de vanguardia Max Ernst, por entonces casado. La pareja se enamora y ambos se trasladan a Francia.
1939. Ernst es declarado enemigo de Vichy, y Carrington huye a España, perseguida por el régimen nazi. Derrumbada mentalmente, su padre la interna en el hospital psiquiátrico de Santander, una experiencia que ejercerá enorme influencia en su obra posterior.
1941. Escapa del hospital y se fuga a Lisboa. El escritor mexicano Renato Leduc se casa con ella para ayudarle a emigrar a América, y se divorcian dos años más tarde. La artista se establece en México en 1942, donde residirá casi de continuo hasta su muerte. Allí retoma el contacto con otros artistas exiliados y contrae matrimonio con Emericko Weisz, con quien tendrá dos hijos.
1947. Primera gran exposición, en Nueva York. La artista adquiere tan rápida notoriedad que solo 13 años después se celebra su primera retrospectiva, en México.
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