La periferia de la periferia
La literatura en Ecuador ha pasado a convertirse en un mecanismo estatal, que hace de poetas y narradores empleados de las instituciones.
Cuando visitas Quito no tienes otra alternativa que ir a la Ciudad Mitad del Mundo. Son pocos minutos de viaje en vehículo, pagas tu entrada y recorres las instalaciones. No es Disney World, pero te puedes fotografiar con un pie en el hemisferio norte y otro en el hemisferio sur, por ejemplo. También puedes entrar a un edificio como pirámide alongada, que sostiene sobre sí una representación de la Tierra. Adentro, descubres hechos históricos del Ecuador y te cuentan sobre la Misión Geodésica que hizo la medición y dio un veredicto aproximadamente a mediados del siglo XVIII: esta es la Mitad del Mundo. Entonces alguien se acerca y te dice: “Mire, ¿sí sabía que esta no es la verdadera Mitad del Mundo?”. Y te quedas helado. “¿En serio?”, preguntas. “Sí. La de verdad está en el monte Catequilla, 240 metros al sur. Eso lo sabían nuestros ancestros” y te señalan lo que supones es el sur. Así, dudas de lo que tienes frente a ti, y sospechas que más allá habría algo de sentido. De golpe tienes una imagen que te ayuda a entender cómo la literatura de un país en el cual se habla español sigue siendo tan exótica en otras latitudes, a pesar del denominador común del idioma: quizás se deba dirigir la mirada a otro sitio, a otro punto más al sur, a algo que tal vez sea más real.
Y buscas eso “real” como mecanismo de defensa ante ideas congeladas, tomadas como dogmas de fe. La literatura, en el contexto de este Ecuador de hoy, se convierte en una peculiar experiencia individual gracias a una carga oficial tan fuerte, plagada de mecanismos estatales de apoyo a escritores, que más allá de presentar a un país repleto de creadores, hace de poetas y narradores empleados en instituciones públicas. Eso no es un problema en sí; pero algunos, súbditos del sistema, en lugar de apostar por el oficio, se la juegan por el salario y las ventajas que reciben, ignorando los recientes golpes a la libertad de expresión (por los poco transparentes juicios que el Presidente ha ganado a periodistas y diarios, y que han terminado esta semana con un extraño espectáculo propio de emperadores: el perdón presidencial). Llegan incluso a la justificación con una frase triste: “Yo no voy a defender poderes mediáticos”, como si de eso se tratara.
En Ecuador se perdieron los argumentos y ganaron los adjetivos. Ahora es un asunto de “poderes que se enfrentan”, y generalizar es peligroso y torpe. Intento, así, presentar un panorama cuando hay escritores convencidos por el imaginario del Ejecutivo, porque al intentar construir una sola verdad literaria oficial (a través de campañas de ministerios que usan libros escritos hace ya varias décadas como bandera de lucha a favor de ciertas ideas políticas, ya sean Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara o La hoguera bárbara, de Alfredo Pareja Diezcanseco), creo que la alternativa es permanecer en la periferia, alejados de monumentos gigantes cercanos al bluff, de esa conciencia aparentemente necesaria de hacer país, volviéndose tangenciales.
Esa periferia no radica en distanciarse del “reconocimiento público” (que en Ecuador es escaso. Estadísticas, que son vox populi, hablan de que cada habitante del país lee menos de un libro al año). Esta periferia está en el individuo creador que construye un puente para irrumpir en lo que sucede fuera de sus narices y vaciar ante él lo que tiene adentro, sus temas y sus posibilidades. Esa periferia convierte a la literatura en riesgo.
A pesar de la realidad y de los modelos mentales establecidos en el país (enquistados, como las babosas en las cabezas de los personajes de Futurama), los universos individuales resisten en un día a día que se reduce a dos posturas antagónicas: los que están conmigo y los que están contra mí, sin importar a qué entramado de poder se refiera. Hoy es el político, muchas veces suele ser el cultural, debido a la existencia de grupos o élites que definen qué es lo bueno y qué es lo malo. Hace más de 80 años, Pablo Palacio (1906- 1947) se enfrentó a la realidad induciendo formas y en esa época, en la cual solo importaba el realismo social, decidió extremar la denuncia a través de una vanguardia que todavía leemos con cierta maravilla. Humberto Salvador (1909 – 1982) buscó lo mismo, pero una vez publicada su primera obra, la gran En la ciudad he perdido una novela, no pudo resistir mucho más y se embarcó en el carro del realismo social, esa necesidad cultural de entonces (si bien en sus últimos libros apostó por el psicologismo). Es obvio, como lo afirma Chuck Klosterman: “El reconocimiento de una realidad externa daña los méritos intrínsecos de la realidad de cada uno”. La periferia está en comprender que el camino no está en aquello que nos rodea y que nos quiere homogenizar (hoy con una verdad política que intenta oficializar un único discurso literario, con eslóganes como “Vive tus libros, vive la Patria”).
Las formas son muchas, ya sea desde el que narra un territorio que no es Ecuador, pero que exageradamente evidencia mucho de lo que sucede aquí adentro (con Esteban Mayorga, residente en Boston, y su Vita Frunis como ejemplo), o desde quien intenta construir, a través de lo fantástico, nuevos mecanismos para imaginar otros contextos (Carlos Béjar Portilla, Santiago Páez y Fernando Naranjo en este grupo), o desde quien vive afuera y trata de entender lo que sucede puertas adentro desde el ensayo, la poesía y la narrativa (Wilfrido H. Corral, Ramiro Oviedo, Mario Campaña, Rocío Durán-Barba, Alfredo Noriega). También desde quienes abren la puerta al diálogo entre eso que se supone es Ecuador y aquello que es literatura de otras latitudes (Juan Montalvo, en el siglo XIX, o un contemporáneo Javier Vásconez), o desde quienes buscan lo que hay por debajo de experiencias y estructuras inamovibles, como ciudades y costumbres locales (Fernando Itúrburu y su gran personaje El cholo Cepeda, Óscar Vela con su Desnuda Oscuridad y José Hidalgo Pallares con su Sábados de fútbol). Están quienes se mueven con sus inquietudes y obsesiones, creando objetos literarios únicos, ya sea en la mezcla de géneros, o en la comprensión total de uno en específico (Hans Behr, Juan Secaira, Fernando Escobar Páez, Ernesto Torres Terán, Ernesto Carrión, Solange Rodríguez, Jorge Luis Cáceres, Luis Alberto Bravo, etcétera). Y están los que son capaces de analizar y preguntarse: ¿Hacia dónde vamos? (por ejemplo, Fernando Balseca, Rocío Madriñán y Juan Andrade Heymann). Como no soy un buen Indiana Jones para escarbar con mayor precisión, aclaro que este párrafo no puede ser leído como una radiografía de universos, ni receta o sentencia de calidad, peor un greatest hits: es solo una discreta aproximación de la posibilidad heterogénea de la escritura. Siempre se puede mirar más “al sur” y encontrar autores más dedicados a su obra, que los señalados aquí.
Permanece lo de adentro y en este reino de lo dual, donde hay buenos y malos, monumentos y sitios reales, gente que escribe y gente que adula, todavía permanece el acto de la literatura, tal como lo escribe Diego Cornejo Menacho (también preso de la dicotomía ecuatoriana, entre ser un periodista en el ojo del huracán de estos días y un novelista impresionante) en Las segundas criaturas: “…los lectores de El capital no sienten repugnancia por las dictaduras llamadas de izquierda, pero eso jamás ocurre con los lectores de Don Quijote de la Mancha, porque nuestro ingenioso hidalgo, con su triste figura, encarna la mayor libertad posible en el ser humano, la de imaginar”.
Esa es la periferia por la que muchos seguimos apostando.
* Eduardo Varas. Nació en Guayaquil pero vive en Quito. Ha colaborado con medios como El Comercio y El Universo. Ha publicado el ensayo musical ¿A qué suena Ecuador?. Su primera novela se titula Los descosidos (Alfaguara). Fue elegido el año pasado por la Feria del Libro de Guadalajara, México, como uno de los 25 secretos latinoamericanos que vale la pena leer.
Babelia
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