El portugués Miguel Gomes, otro genio de festivales. Y van...
El director emplea en 'Tabú' un blanco y negro cutre, imitación de la serie 'Z' de los sesenta
Abren las puertas de la sala 30 minutos antes de la proyección. Aunque ese espacio de tiempo sea holgado para encontrar fácilmente una butaca, siempre observas que se crea una fila interminable y paciente de espectadores una hora antes. El insoportable frío que hace en la calle podría ser una explicación razonable, pero los escasos momentos en los que se atenúa esa temperatura glaciar o aparece un deprimido rayo de sol, ocurre lo mismo. También ves cómo la gente apresura compulsivamente sus pasos para llegar los primeros a la sala y ocupar con gesto orgásmico la butaca más esquinada de la primera fila. Entre esos excéntricos podría encontrarme yo, ya que acumulo un baúl de manías. Pero me consuela saber que somos muchos los maniáticos para apropiarnos de nuestro lugar fijo en el cine entre los cronistas de los festivales.
En la consabida fila de esta mañana notabas una expectación desmesurada, que se ha confirmado escuchando la ovación que ha acompañado el final de la película. ¿Iban a proyectar el último Scorsese, el último Eastwood, una retrospectiva de Ford, Renoir, Wilder, Lubitsch, Buñuel o Lang? No, ocurría algo al parecer mucho más apasionante y genuino, como que se presentaba una película firmada por el director portugués Miguel Gomes, un acontecimiento solo comparable en las exquisitas esencias que definen las señas de identidad de los festivales de cine a que se exhiba la última criatura de Oliveira, Kiarostami, Godard, Hou Hsiao-hsien, Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul, Greenaway, Kim Ki-duk, Angelopoulos, Raúl Ruiz, Brillante Mendoza, Bruno Dumont, Gaspar Noé, Almodóvar y demás egregias luminarias que según tanto ilustrado constituyen la vanguardia, la pureza, la revolución y la sabiduría del cine. Y solo puedo pensar en el estupor, el miedo y el cansancio que me habría provocado a perpetuidad eso que denominan el séptimo arte si desde niño mi educación cinéfila la hubieran constituido estos maestros del cine anticonvencional.
También puedo imaginar como la forma más refinada de tortura que en vez de bofetadas y capones, dejarme sin recreo o sin postre, ponerme de rodillas o dar incontables vueltas al patio, quitarme la paga de los domingos, el castigo máximo que podrían haberme aplicado en mi infancia en un internado hubiera sido atarme a una silla obligándome a ver la obra completa de los citados anteriormente y otros que mi memoria prefiere olvidar. Con la pedagógica intención, por supuesto, de que aprendiera a saborear desde pequeño el auténtico arte que contiene el cine.
Tabú es el título de la última película de Gomes. Como Isak Dinesen podría comenzar con ese evocador y lacerante gemido de: “Yo tenía una granja en África”. El parecido con Memorias de África empieza y acaba con esas palabras simbólicas. Gomes utiliza un blanco y negro voluntariamente cutre, imitación de la serie Z de los años sesenta. En la primera parte nos cuenta de forma entre surrealista y enfermiza la desazón de una anciana lisboeta a la que le falla la cabeza, la economía y una hija desdeñosa, solo atendida en su desesperado crepúsculo por una sirvienta estoica y una vecina solitaria y mística. En la segunda parte nos describirá qué le ocurrió a esa alucinada señora cuando era joven y esplendorosa en su granja africana. Retratan su mimada posición como terrateniente, su habilidad con la escopeta cazando fieras, su conveniente boda, su volcánico y trágico adulterio con un vividor de bigotillo, su desolada expulsión del ambiguo paraíso. Todo ello descrito por una voz en off entre solemne y posmoderna, no permitiéndote escuchar a ratos lo que hablan los personajes, pero manteniendo los sonidos ambientales, imitando el lenguaje y el tono del cine mudo, repitiendo machacona y simbólicamente en la jungla africana y en una triste Lisboa la versión de Les Surf de Tú serás mi baby, utilizando un tono que el espectador inocente y sin claves nunca sabrá si va en serio o es broma, restregándote la presunta originalidad de narrativa tan audaz, logrando que sus dos horas de metraje le parezcan un siglo a cualquier espectador que no haya sido educado en los gozos de las artes abstractas y conceptuales. ¿Necesito aclarar que Tabú me parece una estafa manierista y seudolírica, un onanismo para farsantes que se creen tan listos como cultivados? Lo primero que voy a hacer al llegar a Madrid es volver a embelesarme por incontable vez con Memorias de África. Que otros encuentren el nirvana del cine experimental en Tabú. Cada uno a lo suyo. Los simples de espíritu también tenemos derecho a elegir nuestros gozos.
La película alemana A casa el fin de semana, que muestra una reunión familiar convulsionada por una madre bipolar y maniacodepresiva que ha dejado de tomar la medicación, es correcta, inútilmente sentimental, plana. La griega Meteora y la francesa L’enfant d’en haut ni siquiera son eso. Sobran los comentarios. Mis previsiones iniciales de un festival fatigoso, mediocre o inane lamentablemente se empiezan a cumplir.
Babelia
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