La interrupción de la pintura
Ha querido el azar que dos de los más grandes y singulares creadores del siglo XX murieran rondando la misma edad y con muy pocos meses de diferencia. Richard Hamilton (1922-2011) y Tàpies (1923-2012) compartieron en 1993 el León de Oro en la XLV Bienal de Venecia, aunque ambos representaban maneras opuestas de entender la representación tabular: si el pintor inglés introduce la cultura popular en la tradición de las bellas artes mediante la insistencia de lo pictórico, Tàpies interrumpe la pintura. Aquel mismo año, el premio a la escultura le fue concedido al gran visionario del teatro de las imágenes, Robert Wilson, (1941) "por su dramática percepción de memoria y objeto en un espacio plástico de gran magia". Aquella definición hubiera cobrado más propiedad en la pintura expandida que llevó Tàpies al pabellón español, titulada Rinzen —expresión japonesa que significa "despertar súbito"—, compuesta por una cama suspendida en diagonal por cables, algunos somieres destartalados, un viejo colchón, mantas, cojines y unas sillas plegables. En las paredes aparecían los números 1, 2 y 3, además de cruces y el título de la obra pintado como si fuera un grafiti. Desde 1998, una segunda versión de esta pieza cuelga del vestíbulo del Macba, como si simbolizara la desesperada y anormal relación que tenía el artista barcelonés con la institución.
En sus trabajos para el espacio público, Tàpies siempre citaba a sus modelos clásicos, Picasso y Miró, con alegorías e iconografías que ostensiblemente le apartaban de ellos. En este sentido, su obra no era mesurada, pero tenía certeza. Como Julio González, otro artista al que admiraba, era capaz de reducir su símbolo para la figura humana —un pie, un brazo, el sexo— al mero y rotundo gesto del ensamblaje de madera y hierro, o a una fina maraña de aluminio de la que sobresale el perfil tosco de una silla (el tocado que corona la Fundación que lleva su nombre, en Barcelona).
Fue un solitario no solidario. Y se forjó en vida su propio mito
Las obras a gran escala de Tàpies difícilmente se pueden hacer hoy de forma convincente. Los museos trabajan con dispositivos de presupuestos estratosféricos que significan menos de lo que aparentan. Rinzen, al igual que Homenaje a Picasso (1983), en el Parc de la Ciutadella de Barcelona, o el gran lienzo Les Quatre Cròniques (1990) que decora la Sala de Govern de la Generalitat de Catalunya, son trabajos duros, tersos, autosuficientes, que inspirarán la mayor parte de la futura obra que hoy vemos en el espacio público. Esta última, que sirve de telón de fondo a los monólogos de un falso Artur Mas en un programa de humor de máxima audiencia en TV3, apareció el pasado jueves premonitoriamente atacada por una nube de algodón de azúcar que el president de la Generalitat colocó burlescamente sobre uno de los pocos elementos figurativos de la obra: un brazo. Un gesto dadá que se corresponde fielmente con el desprecio a la cultura de los actuales inquilinos de la Plaza Sant Jaume.
Tàpies fue un solitario no solidario. Se forjó en vida su propio mito, a pesar de su ansiedad por aparecer en los índices onomásticos de las grandes enciclopedias artísticas. Gran conocedor del arte oriental y coleccionista, se interesó escasamente por sus coetáneos y prácticamente ignoró a los artistas más jóvenes. Pero fue generoso con su ciudad y con la cultura catalana. Como si el volcán acabara de eructar su último aliento, hoy deja atrás una dura y abundante ceniza en el panorama de la pintura.
Una persona muy próxima a él, también artista, relata la visita, hace ya bastantes años, de un importante conservador de un museo estadounidense a su estudio. A la pregunta de cual podría ser su epígono más directo, el maestro se apresuró a contestar: "No se me ocurre nadie".
Babelia
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