Los chicos del atardecer
Carles Alberola ha vuelto a las tablas con '¡Que tengamos suerte!', una comedia agridulce sobre dos cómicos acosados por la edad y por la dificultad de seguir haciendo teatro, a las puertas de su última función
Siempre he tenido a Carles Alberola por uno de nuestros más sugestivos y originales dramaturgos. En la década de los noventa, solo o en compañía de otros (Ferran Torrent, Roberto García, Pasqual Alapont), Alberola estrena catorce comedias, de las que dirige trece e interpreta seis. Son funciones muy sofisticadas, variaciones sobre un concepto recurrente que podríamos llamar "fugas del deseo": viajes o proyecciones mentales a través de las que sus protagonistas, agobiados por una realidad hostil, se imaginan distintos, mejores, logrados. En Hau! (1993), los personajes de una telenovela de aventuras y una pareja de top models de valla publicitaria irrumpen en la rutinaria existencia de un matrimonio; en Noche y día (1995), los "yos" pasado, presente y futuro de un guionista se entrecruzan con sus personajes de ficción; en Por qué mueren los padres (1996), los cinco protagonistas se desdoblan en otras tantas conciencias parlantes. Sus estrategias dramáticas hacen pensar en Stoppard, en Peter Nichols, en Charlie Kaufman. Con Curriculum (1994), Alberola afianza su "persona" escénica, un antihéroe a la manera de Woody Allen (otra de sus influencias mayores) deslumbrado por la contrafigura de un amigo muerto, el apócrifo escritor Enric Balaguer, el multiseductor que él nunca llegará a ser, y juega con esa creación "adaptando" sus relatos en una trilogía que cerrará en 1997 con Mandíbula afilada, su obra más popular. Dos años más tarde llega el gran éxito de Besos, un musical de bolsillo sobre el imaginario sentimental de una generación a través de los hits de la canción ligera española de los setenta.
Alberola recupera aquí su antiguo perfil, empapado en esencias de humor judío. Picó cumple la figura del 'raisonneur' carablanca
A partir de entonces, Alberola dispara en muy diversas direcciones, con resultados para mí decepcionantes: el vodevil 23 centímetros (2000), demasiado chocarrero; Palabras en penumbra (2001), sobre relatos de su adorado Gonzalo Suárez, demasiado tedioso; Al menos no es Navidad (2004), demasiado blandengue. No conozco Spot, de 2002, ni Trece, de 2006. Son años en los que la escena teatral valenciana se desertiza y las giras escasean: apenas estrena en la teóricamente cercana Cataluña, donde hasta entonces las producciones de Albena Teatre se presentaban tan pronto veían la luz. Según su historial, en el último lustro Alberola se ha dedicado fundamentalmente a la comedia televisiva, con varios programas en Canal 9. Por eso corrí al teatro Kursaal de Manresa cuando supe que se ofrecía una única función de ¡Que tengamos suerte! (¡Que tinguem sort!), su nueva comedia, una miniatura que parece inspirada al alimón por El canto del cisne de Chéjov y The Sunshine Boys (me niego a utilizar su horroroso título en castellano) de Neil Simon. Sus protagonistas son dos actores maduros (Carles Alberola y su eterno cómplice, Alfred Picó, socio fundador de Albena), abocados a ese abismo de la edad en el que "las ansias crecen y las esperanzas menguan", como decía Cervantes, mientras esperan, en el camerino, la llamada del regidor para representar la que será su última función. Alberola recupera aquí su antiguo perfil, empapado en esencias de humor judío: ultraneurótico, autofustigatorio ("subcampeón de Europa de sexo individual") y refunfuñón, pero invenciblemente sentimental. Y descaradamente autobiográfico: cuando está a punto de concluir la primera parte regala a su compañero los mordisqueados lápices con los que escribió Curriculum, Mandíbula afilada y otras "piezas de juventud".
¿'¡Que tengamos suerte!' es una despedida elegiaca o un nuevo comienzo? Cruzo los dedos para que sea lo segundo, a juzgar por las frases finales
Picó cumple la figura del raisonneur carablanca, mitad sparring mitad confidente, obligado a ser optimista por autoprescripción facultativa. El diálogo, siempre en clave humorística, está teñido de una ácida melancolía, no en vano sus temas son el paso del tiempo, los amigos que comienzan a desaparecer y la dificultad de seguir haciendo teatro, sobre todo en Valencia, convertido en el equivalente español de Cleveland: "Aquí, en la tierra de las flores, de la luz y del amor, nosotros no tenemos nada que rascar. Quien quiera llegar a hacer alguna cosa, carretera y manta". El regidor da los tres avisos y descubrimos que los dos cómicos se ganan la vida con un show llamado Espasmos, como si fueran revisteros del Ruzafa reciclados en humoristas de club de carretera. Espasmos es un diálogo satírico, de pasarela, que busca poner en solfa los clichés de la Valencia actual ("¡qué bonita está Valencia!"), pero con el que Alberola corre un riesgo cierto: que su escritura sea, a ratos, víctima de los excesos del formato elegido y acabe resultando un poco difícil distinguir entre la parodia y lo parodiado. Así, los tomas y dacas de la pareja, en un stacatto muy jardielesco, y las brillantes espirales absurdas (la historia del adúltero con las dos familias) han de alternar con chistes de trazo grueso o de escaso vuelo. Por suerte no tarda en acudir al rescate una vieja amiga de juventud, la Fuga del Deseo: los dos cómicos comienzan a improvisar, a dejar atrás el texto de todas las noches para abordar, al principio de modo oblicuo y luego inequívoco, los asuntos que realmente les preocupan, hasta que el doble acorde final (una brillante escena en clave de farsa negra y un epílogo estelar a lomos de Come prima) instala la sospecha de que estamos plenamente en la calle mayor de Alberolandia, esto es, en un viaje de la imaginación.
¿¡Que tengamos suerte! es una despedida elegiaca o un nuevo comienzo? Cruzo los dedos para que sea lo segundo, a juzgar por las frases finales: "Contra todo pronóstico, algunos seguimos haciendo teatro. Es una cosa de locos, pero si hemos de morir que sea de amor". Dos pegas a la hora del balance. La primera no lo parece: la función se me hizo corta, y aún no tengo claro si eso obedece a un proceso de destilación o a que requiere más desarrollo y reescritura. Segunda: advertí una cierta exageración de la gestualidad, un subrayado excesivo de los chistes. Eso tiene sentido, como figura de estilo, en Espasmos, pero no demasiado en la parte del camerino. Quizás se deba a que el Kursaal es un teatro demasiado grande: Que tengamos suerte exige proximidad, y creo que ganará en aforos más íntimos.
Babelia
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