Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos
El vano ayer
Nada transmite mejor la sensación del tiempo perdido que los versos de Machado, pero para entender más hay que volver a Cervantes
- Cada día se queda más lejos el pasado reciente. Recordamos con dificultad porque el ahora es otro tiempo y es otro mundo. Ahora parece mentira que hace solo dos veranos estábamos en Santander y los periódicos locales anunciaban triunfalmente en primera página el gran éxito del presidente regional: le había arrancado al Gobierno el compromiso de que se construiría un tren de alta velocidad a Santander. En esa época, ya en plena crisis, la irrealidad continuaba. En esos días discutí con un conocido mío progresista que declaraba su admiración por aquel demagogo de cuarta fila: “Será como sea, pero mira lo que ha conseguido”. Estábamos ya casi en quiebra pero nadie se preguntaba aún de dónde salía el dinero ni cuánto costaban las cosas ni qué utilidad tenían más allá del espectáculo.
- “Mirar lo que se tiene delante de los ojos requiere un constante esfuerzo”, dice George Orwell. Es una máxima que sirve por igual al que escribe, al que pinta, al que toma fotografías o hace películas; mirar con atención para contar las cosas. Pero no sirve menos para el científico, el periodista o el ciudadano. Otro rasgo de estos años ha sido no tanto el callar lo que se veía como el no mirar lo que estaba delante de los ojos. Se miraban otras cosas, sobre todo el espectáculo de los fabricantes profesionales de espejismos. Ojos cerrados y grandes fastos visuales. Un guirigay incesante de opiniones políticas y eslóganes arrojadizos encubriendo el silencio sobre lo que ocurría de verdad.
- La novela empezó siendo el arte de mirar lo que se tenía delante de los ojos, en vez de fantasear sobre héroes y leyendas del pasado fabuloso. El primer espejo a lo largo de un camino está en el Quijote, aunque probablemente había nacido en el Lazarillo. Cervantes ensaya y recapitula cada una de las formas establecidas de narración y la confronta explosivamente con la miseria, la vulgaridad, la belleza, el desorden de lo real; conecta la literatura con el presente en el que se la escribe y el mundo por donde él mismo se mueve, caminante sin sosiego por un país de simulacros grandiosos y ruinas. Cervantes mira y cuenta lo que ve y al mismo tiempo reflexiona sobre el instinto humano de inventar historias y contarlas y sobre la facilidad con que ciertas construcciones de la imaginación acaban pareciendo más verdaderas que la misma verdad.
- No era una tarea fácil, y el mismo Cervantes deja saber que se le vuelve muchas veces aburrida e ingrata. Entonces recurre al viejo hechizo de los géneros, y en el camino de don Quijote aparece una novela pastoril, o una novela bizantina, alguna intriga truculenta de amantes separados por el infortunio y reunidos al cabo de mucho tiempo por un azar milagroso. Pero el paréntesis dura poco, porque la historia se acaba y don Quijote y Sancho han de continuar su camino, o porque en medio de la trama aparece de nuevo la realidad grosera y vibrante, como el cuadro de campesinos comilones, ciegos y mendigos de Brueghel.
- Con raras excepciones, nosotros no hemos sabido seguir ese ejemplo, que desde Cervantes atraviesa toda la literatura narrativa. Flaubert, Dickens, Dostoievski, Mark Twain, Galdós, Faulkner, se declaran sus discípulos. Casi ciego y muy enfermo, al final de su vida, Sándor Márai ya ha perdido el gusto por la literatura pero sigue leyendo el Quijote. La agudeza y la risa, la desolación triste de Cervantes nos habrían venido muy bien para mirar y contar el gran despropósito de estos años.
- Un largo pasaje de la segunda parte me ha venido a la memoria cada vez con mayor frecuencia: la estancia de don Quijote y Sancho en el palacio de los Duques. Ni el Duque ni la Duquesa tienen nombre, nada más que su título. Comparten además una indolencia malévola, una propensión al lujo y a la irrealidad. En el palacio de los Duques, en sus posesiones enormes, nadie parece hacer nada productivo. La vida es una vasta representación muy elaborada en la que intervienen docenas o cientos de súbditos y que tiene por objeto la diversión de los duques y de sus cortesanos a costa de don Quijote y de Sancho. La pregunta del lector es la misma que podía hacerse alguien viendo los grandes fastos españoles de estas últimas décadas: sobre qué base productiva se sostiene toda esta exhibición; de dónde sale el dinero para pagar un espectáculo que nunca termina. Esas tierras pobres y medio desiertas por las que cabalgan don Quijote y Sancho son el país al que afluían el oro de las Indias y los préstamos a la Corona de los banqueros genoveses. Cervantes vio el relumbrón, la fantasmagoría y la quiebra. Contando las cosas como eran hizo extraordinaria literatura.
- A quien no presta atención o no se entera le dicen: “Pero tú en qué mundo vives”. Cuesta acordarse de los mundos en los que hemos vivido nosotros, las cosas sobre las que discutíamos con el habitual exceso de vehemencia agresiva hasta hace muy poco: en la añoranza sentimental de la II República o en la anticipación de la Tercera; en la España católica que ya era España en los tiempos de Viriato y hasta en los de Atapuerca; en esa primera potencia tan sólida como la Ínsula Barataria que José María Aznar se vio capitaneando para codearse con los otros dos grandes Señores de la Guerra; en cualquiera de los reinos, países, capitales, que paseaban por el mundo embajadas suntuosas, costeaban palacios o museos o estadios babilónicos y aseguraban a cada uno de sus súbditos: “Por el solo hecho de haber nacido aquí te lo mereces todo; has tenido la suerte de pertenecer por nacimiento al pueblo elegido; y si algo te falta no es culpa tuya, ni nuestra, sino de esos de fuera, los que nos invadieron y ahora nos sojuzgan”.
- Nada transmite mejor la sensación del tiempo desperdiciado y en balde que los versos de Antonio Machado: “El vano ayer engendrará un mañana / vacío y por ventura pasajero…”.
- Pero es a Cervantes a quien hay que volver para entender algo más. No al Quijote, sino a un entremés, el más salvaje de todos, El retablo de las maravillas. El motivo antiguo de traje invisible del emperador cobra un matiz de negrura española: hasta la misma representación es también un engaño. Unos pícaros que se hacen pasar por comediantes esquilman a los vecinos de los pueblos haciéndoles pagar por un espectáculo que aseguran único, incomparable, prodigioso. Pero disfrutarlo exige una sola condición: la limpieza de sangre. Quien tenga la más mínima contaminación judía o morisca en su linaje no podrá ver nada. De modo que todo el mundo paga para ver y celebra con entusiasmo un espectáculo que nunca existió por miedo a que lo señalen, a que lo expulsen, o a recibir la visita de los inquisidores. Cuando importa tanto la conformidad no solo es importante no ver lo que está delante de los ojos: conviene que se sepa que se está viendo lo mismo que ven los demás.
antoniomuñozmolina.es
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